Retrato de un sicario
Por: Gustavo Páez Escobar
En la pasada Feria Internacional del Libro, en medio de las toneladas de papel que se procesan en estos eventos, llegó a mis manos una obra breve, tamaño bolsilibro, de apenas 158 páginas, titulada La comida del tigre.
Se trata de una novela de Hernando García Mejía, nacido en Caldas y residenciado hace largos años en Medellín. Su producción de los últimos tiempos se ha dirigido a la literatura infantil, campo en que suma más de quince títulos y que le ha hecho ganar puesto destacado a nivel nacional. Esto haría pensar que su último libro es otra lectura para jóvenes. Pero el tema es de otro tono.
Versa sobre el narcotráfico, el mayor flagelo que perturba hoy la paz nacional y desencadenó la mayoría de desgracias que padecemos. Cuando hace varias décadas el narcotráfico apareció en Colombia, nunca se calculó que podría llegar a ocasionar tantos estragos públicos y familiares. En tal forma se inoculó esta peste maldita, que hasta la vida hogareña de infinidad de respetables familias se dejó infectar y así mismo transmitió incalculables desastres a toda la sociedad.
Lo que al principio parecía simple epidemia de fácil cura, se volvió mal endémico de toda la nación. Una verdadera gangrena social invadió el cuerpo social del país, y hasta personas sanas fueron atacadas por el contagio ambiental.
Esa es la materia que aborda Hernando García Mejía en su reciente novela. Sobre el mismo hecho se han escrito numerosos libros y se han llenado infinitas páginas en periódicos y revistas. En literatura no hay ningún tema agotado, y todo depende del enfoque y el estilo que cada autor dé a los sucesos humanos, que han sido y siempre serán los mismos, con diferentes variantes. ¿Una novela más sobre drogas, y narcos, y terrorismo?, se preguntará alguien con escepticismo. Sí: una novela más, pero con otro autor, otro tratamiento, otra mira.
García Mejía, que vivió en su ciudad la ola terrorista liderada por Pablo Escobar, es testigo fiel del clima de atrocidad, vejación y degradación que sufrieron los antioqueños durante aquella época nefasta. Con el estilo ágil y preciso que caracteriza sus obras, el autor elabora el retrato de un sicario de las comunas de Medellín. El mismo sicario que se reproduce por el país entero y encarna, para nuestra desgracia, el comportamiento social de un sinnúmero de compatriotas que se van por los caminos seductores de la droga y el enriquecimiento fácil.
En libro tan breve, queda pintado el escenario de las pandillas de narcos que, comandadas por el gran capo, irrumpieron en la villa reposada, hasta robarle la paz edénica, y luego se apoderaron de todo el país, hasta destrozarnos la esperanza. La novela es un breviario de la mafia. Relato rápido, conciso y ameno –en medio de las asperezas propias de la vida relajada–, escrito con pulso de periodista y rigores de humanista.
En diálogos vivaces y lenguaje vigoroso, y con mínimos personajes (que representan todo un submundo canallesco), los matones de esta historia se mueven como peces en el agua, entre explosiones de dinamita, voladuras de oleoductos, motos, ‘traquetos’, ‘parceros’, metralletas, secuestros, asesinatos, venganzas, odios cavernarios. Por allá, en el fondo escondido de la moraleja, se mueve la eterna historia del bien y del mal, la de Caín y Abel, la de la pasión rastrera y el amor puro, episodios que son connaturales al hombre y siempre estarán presentes en cualquier teatro de la humanidad.
Por lo demás, celebro el encuentro con el viejo amigo y escritor, que registra obra valiosa en los campos de la narrativa, la poesía y el ensayo, y a quien auguro los mejores éxitos con el viraje novelístico que da en su carrera, con este libro que sin duda despertará interés y dejará motivos de reflexión.
El Espectador, Bogotá, 16-V-2002
Revista Manizales, octubre de 2002