La mirada inquieta de Cela
Por: Gustavo Páez Escobar
Tal vez la condición más desarrollada de Camilo José Cela fue su capacidad de análisis del hombre y sus circunstancias. Poseía una mirada penetrante sobre el mundo cotidiano, y esa habilidad innata le permitió descubrir, con agudo y a veces despiadado realismo, el lado oculto de la gente.
No había detalle que se escapara a su ojo de zahorí, ni pecado o virtud que tratara de ocultarse a su mirada inquieta, porque poseía la perspicacia capaz de desentrañar los secretos más escondidos. Era, ante todo, un escrutador del alma, y eso explica su destreza para crear en sus novelas auténticos personajes de la comedia humana.
Desde sus primeros años mostró el temperamento provocador, rayano a veces en la insolencia, con que irrumpió siempre en los ambientes ortodoxos para romper costumbres inveteradas y poner en duda la autenticidad de las cosas aparentes. Las celebridades eran para él siempre sospechosas, y nunca fue fácil para aceptar lo establecido por el solo hecho de obedecer a la tradición o la costumbre. Por el contrario, huía de lo tradicional y lo ilusorio: allí podía existir una mentira. Pero no despreciaba la legitimidad de los hechos y la realidad de las personas.
Debido a su carácter abierto y desenfadado cosechó no pocas enemistades. Enemistades que no ignoraba y parecía consentir. En 1972, en nueva publicación de La familia de Pascual Duarte en Ediciones Destino, anotó con malicia y vanidad: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera».
Lo importante para él era escribir, sin fijarse a quiénes hería o incomodaba. Como era iconoclasta y transgresor por naturaleza, su oficio de escritor lo ejercía con mayor placer utilizando las armas punzantes de la ironía y el duelo implacable de las palabras.
Vivió en función permanente, casi angustiosa, de crear nuevos vocablos y darle sonoridad y mayores alcances a su expresión idiomática. Su sentido del idioma como patrimonio del pueblo le hizo manejar el lenguaje directo y vigoroso, rico en matices, claridad y belleza.
Sus libros están matizados de poesía, porque su vocación por la estética y las cosas hermosas del universo era la llave maestra para comunicarse con sus lectores. En 1936, apenas de 20 años, escribió su primer poemario, que publicaría en 1945: Pisando la dudosa luz del día. Más aún: de sólo ocho años, ya escribía poemas secretos.
Pocos como él han incursionado en todos los géneros literarios. Es uno de los escritores más prolíficos de España y una de las figuras más destacadas de las letras universales. Escribió mucho, tal vez demasiado (se habla de más de un centenar de libros), y varias de sus obras quedarán sepultadas en la fosa del olvido. Pero las que marcan su popularidad y prestigio, que no pasan de cinco o seis, son suficientes para definirlo como un clásico del mundo. Su personalidad literaria es no sólo singular, sino arrolladora. Su mayor mérito reside en su maestría para captar la tragedia del hombre. Cela buscaba mostrar su verdad con palabras, y así lo deja evidenciado en su obra.
Los personajes fuertes y bien caracterizados de sus novelas –sobre todo los que se mueven en La familia de Pascual Duarte y La colmena, que son las de mayor contextura y densidad humana– se quedan caminando por el planeta como actores imperecederos de la realidad social. La misma realidad que él vivió en su España convulsionada –en la que, por extraña ironía, desempeñó el cargo de censor oficial, oprobio que él mismo sufriría con sus dos obras mayores– y la que ha vivido y continuará viviendo el hombre a lo largo de la historia.
Nada nuevo descubre el escritor en el mundo conflictivo de Pascual Duarte, ni en la atmósfera madrileña de los años 40, pero la ciencia novelística consiste en pintar ambientes y personajes novedosos. Nada nuevo hay en el arte: la magia consiste en saber expresarlo. Los personajes creados son la propia encarnación del novelista, pero estos sólo perduran si tienen vida propia y alma inmortal, como Cela se las transmitió a los suyos. Lo demás es perecedero.
El Espectador, Bogotá, 31-I-2002.