El Quindío en Bogotá
Por: Gustavo Páez Escobar
Los bogotanos que pasan por la Autopista Norte con calle 86 tienen ocasión de admirar un hermoso paraje sembrado de flores y árboles, que representa al departamento del Quindío. Allí están sus doce municipios encerrados en un exuberante jardín tropical, como es en realidad esta región de tierras espléndidas y paisajes embrujados.
El edén, trasplantado del Quindío al corazón de Bogotá, lo sembró hace muchos años un señor que acaba de morir. No se conformó con sembrarlo, sino que lo cuidaba y embellecía, lo mimaba y le dedicaba sus mejores horas y sus mayores esfuerzos. No todos los transeúntes tenían por qué conocer el nombre de este buen señor que quiso regalarle a Bogotá un pedazo de su propia tierra quindiana. Se llamaba John Vélez Uribe y lo hemos dejado en tierra bogotana, la que él más quiso luego de abandonar sus lares nativos.
Este ejemplo de civismo, de amor por Bogotá, no sólo fue aplaudido por el vecindario donde habitaba este jardinero insólito, sino premiado por las autoridades con un justo reconocimiento. La labor de John Vélez al frente del jardín, fuera de desinteresada, le exigía gastos que sufragaba con su propio peculio. En eso consiste el civismo: en dar de sí más de lo que se puede recibir; en enseñarle a la gente a cuidar los espacios públicos; en pregonar que la ciudad es de todos, y en el caso presente, en mantener una obra ecológica que fomenta el ornato de la capital.
El amor de este quindiano por las plantas era ancestral. Lo llevaba en la sangre como un imperativo de la raza quindiana, tan pegada a la naturaleza y a las obras estéticas. El Quindío es un jardín. John Vélez vivió siempre entre viveros. De ellos se nutría su espíritu para componer canciones y escribir crónicas. (Un libro suyo, El humor de los míos, recoge la picaresca parroquial de su terruño con la chispa genial con que el autor condimentó la vida).
Como en esta Bogotá del cemento, la apatía y las estrecheces no podía tener su propio vivero, se lo inventó al frente de su residencia, en un espacio descuidado por las autoridades y digno de mejor suerte, el que, llenado de plantas y flores, le dio colorido al sector. Y fijó allí el letrero que siempre ponía en sus jardines: «Si quieres ser feliz un día, embriágate. Si quieres ser feliz un mes, cásate. Y si quieres ser feliz toda la vida, siembra un jardín».
Su vocación era servirle a la comunidad, no importaba dónde viviera. A los pocos días de residir en un nuevo sitio, los vecinos sabían que había llegado un filántropo. Su espíritu servicial se ofrecía lo mismo hacia las personas que hacia las entidades. A todos se prodigaba con generosidad y simpatía. Gozaba de la vida y nunca conoció la tristeza. Como fino humorista, siempre tenía el gracejo a flor de labio. Se reía de la vida porque aprendió a no tomarse en serio y a restarle seriedad a la gente solemne. El chiste y la bufonada, de buena estirpe como él, le hacían ganar adeptos. El mundo de las flores le permitía ver la comedia humana con el color de la alegría.
Tal vez su única tristeza fue abandonar su jardín bogotano y despedirse de los suyos, cuando le llegó la hora de la partida. Sonrió y murió en paz. Su obra, ejemplar para la ciudad y sus habitantes, es un pequeño espacio en la calle 86, sembrado de vida y espíritu quindiano, frente al cual los caminantes extrañarán a estos John Vélez que tanta falta les hacen a las ciudades.
El Espectador, Bogotá, 9-II-2001.