Álvaro Orduz León
Por: Gustavo Páez Escobar
Con la muerte de Álvaro Orduz León, a los 89 años de edad, desaparece un abanderado de la publicidad en Colombia. En la década de los años treinta estableció en Bogotá una de las primeras agencias de este ramo, que cumpliría exitoso recorrido de 60 años, hasta enero de 1997, cuando en carta a El Espectador, periódico con el que tuvo estrecha relación, anunció al público su retiro para gozar de merecido descanso. Descanso que sólo se prolongó por poco tiempo, con el agravante de haberse visto afectado durante los dos años finales por serias limitaciones físicas, aunque gozando de admirable lucidez mental.
Además de publicista, tuvo brillante desempeño en otras actividades: fue escritor, poeta, pintor, crítico de arte, orador, y en todas ellas deja huella por su vasta erudición y su claro talento. En el campo del arte es autor del vigoroso estudio crítico que lleva por título El arte asesinado, obra publicada dos décadas atrás, que produjo fuertes polémicas y elogiosos comentarios.
Su pasión era el arte. Su casa es un museo privado de pintura, y su familia queda depositaria de formidables óleos que él trabajaba con infinita delectación y riguroso profesionalismo. En el mismo campo del arte hay que señalar su refinado gusto por la poesía, no sólo como lector y catador de las mejores obras universales, sino como realizador discreto de su propia inspiración.
Finalizando 1999 nos regaló a sus amigos el hermoso poemario de su autoría Mis hojas de otoño, donde recoge el encanto y la filosofía de sus años dorados. En 1992 obtuvo en Méjico un premio internacional por su soneto La cruz y la rosa, dedicado a don Quijote, obra que para gloria de Colombia quedó esculpida en la plazoleta del Instituto de la Nutrición, en Ciudad de Méjico.
Poseía, además, el arte de la oratoria. En los foros intelectuales su voz era privilegiada para transmitir emociones en el torrente de sus ideas. Antes de morir, presintiendo sin duda el desenlace final, a varios de sus amigos nos hizo destinatarios de un casete grabado con su propia voz que recoge varios de sus textos selectos; entre ellos, el dedicado a la casa donde nació Bolívar y sus últimos días en Santa Marta.
En abril de 2000 nos reunimos un grupo de amigos alrededor de Álvaro Orduz León, convocados por sus hijas, en gratísima tertulia que se convertiría en la despedida final. De ese grupo hacía parte Pedro Felipe Valencia, el hidalgo de Popayán, muerto cuatro meses después. La parca impredecible se lleva así de fácil a los amigos. Queda, empero, en el caso de Álvaro y de Pedro Felipe, la satisfacción de saber que cumplieron su parábola vital con absoluta fidelidad a los mejores cánones sociales y hogareños.
En cercanías de la Semana Santa de 2000 recibí de Álvaro preciosa carta donde me envía su soneto Acto de fe, donde patentiza su fe cristiana cuando se sentía codeándose con la muerte:
Dadme, Señor, la fuerza de tu muerte
para sufrir paciente mi agonía;
aparta a los demonios de mi vía
que sólo junto a Ti me siento fuerte.
Como a Dimas, mi Dios, dadme la suerte
de morir en tu santa compañía,
pidiéndote perdón con valentía
y al pie de mi alma, hasta el final, tenerte.
Ser feliz es sentir que tu presencia
ocupe la totalidad de mi existencia.
Me sobra lo demás…: el mundo entero.
Con sus riquezas, ciencias y alegría
todo eso y más, sin duda, cambiaría
por la fe elemental del carbonero.
El Espectador, Bogotá, 5-I-2001.
Revista Manizales, febrero/2001.