El lenguaje de las urnas
Por: Gustavo Páez Escobar
Una de las principales lecciones que dejan los pasados comicios es la que señala el deterioro de los partidos tradicionales. Es un desgaste corrosivo que ha tenido lugar en las últimas décadas como consecuencia de los vicios y corrupciones que se han dejado infiltrar en las costumbres del país y que repercuten, con efectos desastrosos, en la vida de los partidos.
Estas instituciones eran semilleros de ideas que irrigaban atrayentes principios y propendían, con eminente sentido social, al bien comunitario. Con orgullo y decisión, los ciudadanos se matriculaban en una u otra colectividad según sus personales coincidencias, y a veces por tradición de familia, con el programa elegido.
Esto no excluía las pasiones y fanatismos, inevitables en la confrontación de ideas, pero de todos modos había organización y disciplina partidista. Y sobre todo, había líderes que eran los motivadores del entusiasmo popular. Ambos partidos emulaban en ideas sociales, y los gobiernos ejecutaban los programas trazados desde la respectiva casa política. Hoy, todo esto ha desaparecido.
Con el paso del tiempo avanzaron vicios nefandos que fueron carcomiendo el sano sentido de hacer política. La ambición, el ansia de riqueza y poder, la politiquería, el clientelismo, la inmoralidad y tanto pecado que se apoderó de los dirigentes, dieron al traste con las filosofías de grupo.
Este mal produce los mismos desastres que la roya en los campos cafeteros. Por eso, los partidos, que son las mayores víctimas –a la vez que los mayores culpables– de la disolución y la falta de creencias imperantes en nuestros días, son hoy entidades moribundas que se quedaron sin dolientes.
¿Acaso no se ve patética la repulsa nacional que han mostrado las urnas hacia ambos partidos? Al ciudadano de estas calendas no le importa ser conservador ni liberal, ni lo atraen las manidas prédicas sectarias, ni lo seducen los jefes de uno u otro bando. Lo que sí sabe, a ciencia cierta, es que el país va mal y él, peor. Mal desde hace mucho tiempo. Y como así marchan las cosas –sin dinero para los colegios y el mercado, ni oportunidad de empleo, ni derecho a vivienda y otros menesteres de la vida elemental– perdió la fe en los políticos.
Los grandes perdedores de estas elecciones han sido, sin duda, los dos partidos. Aquí no entra en consideración quién puso más votos o ganó más posiciones, porque de todas maneras el descalabro general es evidente. El pueblo, escéptico y desorientado, se cansó de los mismos.
Y ha buscado otras salidas. Los verdaderos ganadores son los grupos cívicos y las alianzas estratégicas. En esto se apoya la lección de Mockus, líder ‘visionario’ que consigue aglutinar alrededor de sus postulados – progresistas y libres de mañas y cartas ocultas– grandes núcleos de descontentos que creen en su palabra apolítica. Y esperan soluciones.
La misma lección, repetida en muchos lugares del país, debe poner a pensar a los dirigentes que es necesario recomponer la casa para poder competir. Hay que remendar la política. A la democracia le hacen falta las agrupaciones partidistas como campos ideológicos y guías de la opinión pública. Necesita verdaderos partidos, no rótulos de ficción. Y que no sea vana la última frase de Bolívar: «Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
El Espectador, Bogotá, 3-XI-2000.