Ana Frank en el camino
Por: Gustavo Páez Escobar
De paso por la ciudad de Ámsterdam, en viaje por varios países europeos, me acordé de Ana Frank, la niña prodigio que a la edad de 14 años había escrito uno de los testimonios más estremecedores sobre las atrocidades cometidas por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial.
De tantas cosas importantes que hay que conocer en el itinerario por Europa, para mí era de primer orden la visita a la casa donde Ana Frank escribió su diario clandestino, traducido a unos 60 idiomas y cuyas ventas superan los 20 millones de ejemplares. Cuando la guía anunció que nos encontrábamos frente a la casa legendaria, en una calle sosegada que no hace presentir la dimensión del drama que allí se vivió hace medio siglo, el espíritu del viajero no pudo menos de sentirse conmovido.
La sola idea de que en aquel refugio, en el llamado «Anexo Secreto», hubieran permanecido encerrados ocho judíos por más de dos años, mientras sobre su raza se desataba la más implacable persecución de Hitler, y una niña volcaba sus miedos y emociones en rústico cuaderno escolar, era seductora para penetrar en este recinto de la historia.
Diríase que la furia del monstruo que arrasaba ciudades, torturaba a millones de judíos y luego los conducía a la muerte atroz no lograba penetrar las cuatro paredes de aquel encierro hermético, de donde brotaría, como una luz poderosa en medio de las tinieblas aquel legajo de hojas manuscritas por la niña precoz que ha sido, sin duda, una de las mayores cronistas de la crueldad humana.
De aquel lugar se sale sobrecogido y a uno se le antoja pensar en un suceso inverosímil, para el que no existe explicación valedera. Allí todo es fugaz e inasible –por más fijo que se halle en el cerebro del mundo–, y está penetrado de misterio. El amo de Alemania, que todo lo podía y todo lo aniquilaba, no fue capaz de destruir el fiel testimonio de Ana Frank, tal vez el mayor enjuiciamiento sobre la brutalidad del hombre en todos los tiempos.
Si aquel holocausto se compara con lo que acontece en tierra colombiana, donde la sangre de miles de víctimas se derrama en sordos episodios de ferocidad, vemos que la sevicia es la mayor aberración del hombre. Hitler no ha muerto. Lo tenemos vivo en la selva, en la ciudad, en las carreteras, en los ríos, dondequiera que exista un germen de vida, una muestra de civilización. Y sobre todo está vivo en la conciencia colectiva, alimentada de odios, de pasiones, de ansias destructoras.
Los trenes silenciosos que Hitler empujaba a Treblinka o Auschwitz son los mismos, en otro sentido, que recorren los campos de la guerrilla colombiana, con sus desfiles de ataúdes y sus cargas de miseria. Al pasar por la casa de Ana Frank escuché un grito lejano y desgarrador, como si saliera de las propias entrañas de mi patria.
La Crónica del Quindío, Bogotá, 12-XII-1998.