El tren desaforado
Por: Gustavo Páez Escobar
El sitio de mi residencia era, hasta hace pocos años, uno de los más tranquilos de la capital. Había logrado preservarse contra la invasión de ruidos que hace insoportable la vida en Bogotá.
Un parque centenario le daba especial encanto a este remanso de paz, que años después se volvería un infierno de estridencias. Un día llegaron unos funcionarios invisibles y marcaron los árboles que la Secretaría de Obras Públicas había condenado a muerte. Ésa fue la primera vez que los vecinos supimos que el parque iba a ser perforado para abrir una avenida vertiginosa.Avenida que, por haber dejado una obra deficiente y de enorme peligro, en el paso a nivel del ferrocarril, causa accidentes catastróficos, sin que las autoridades se den por enteradas ni respondan por los perjuicios.
Hasta donde me alcanzaron la paciencia y las cuartillas, protesté por el arboricidio –o parquicidio– que preparaba la burocracia, pero todo fue en vano. ¿Sabe el lector cuánto tiempo se necesita para formar un parque? Por lo menos 50 años. Esto se lo hice notar a la Alcaldía, pero el señor Alcalde me manifestó que esa decisión no podía revocarse y que el desarrollo de la ciudad no podía detenerse ante una arboleda desubicada.
Tiempo después llegaron las poderosas maquinarias que en un santiamén nos dejaron sin parque. Este asesinato de la ecología era lícito dentro de los programas de planeación urbanística. ¿Cuál planeación? Ésta que destruye los pulmones de la ciudad y coloca en su lugar fierros de retroceso.
Dice Álvaro Mutis en La última escala del Tramp Steamer. «Detesto el tren. Me da la impresión de que son demasiados fierros y mucho ruido para un esfuerzo tan… tan necio». Pues bien. En el sector donde vivo nos quitaron el parque y nos pusieron el tren. Nos robaron la tranquilidad y nos castigaron con el bullicio infernal que producen las locomotoras en plena ciudad.
El tren comienza a proferir sus gritos desaforados. Sigue bramando como alma desesperada. No importa la hora que sea. Hoy, a las dos de la madrugada, cuando me despertó el estruendo de siempre, miré por la ventana del apartamento y vi que la calle estaba desierta. ¿Por qué, entonces, tantos pitazos? ¿Por qué tanto atropello? Porque aquí manda la sinrazón.
El gerente de Ferrovías debe de vivir muy lejos del paso de sus locomotoras. Yo quisiera proponerle que venga a mi barrio a comprobar el estruendo que denuncio, pero temo que no acepte mi invitación, ya que él cuida su sueño.
El país, en cambio, sueña con el ferrocarril de otras épocas: el que atravesaba los campos transportando a bajos costos la riqueza nacional. Ese ferrocarril es muy diferente al que hoy perturba la vida de la ciudad.
El Espectador, Bogotá, 23-VIII-1997