Raza de periodistas
Por: Gustavo Páez Escobar
De los 109 años cumplidos por El Espectador, este columnista lleva 25 de venir vinculado a la ilustre casa de los Cano. Y muchos más, que ya se pierden en la fragilidad de la memoria, de ser lector asiduo de sus páginas. Si para el diario es un triunfo su itinerario de combates por la democracia colombiana, ¿cómo no rememorar el escritor su cuarto de siglo en el sufrido y glorioso ejercicio del periodismo?
No se trata de vanagloria personal, por más que ya se cuentan por centenares las cuartillas elaboradas en la lucha de las ideas, sino de señalar el hecho de que, como colaborador fiel y acucioso del diario, también al columnista le asisten razones para compartir, como si fueran suyos, los triunfos de su casa de letras.
Al tomar hoy las páginas de El Espectador y encontrar una edición remozada, donde la maestría de la diagramación juega con la calidad de los escritos, y la frescura de las tintas con el aire renovador que se respira en todos los espacios, es como sentirse uno mismo joven y rebosante de vida.
Sin embargo, hasta hace poco no faltaban los profetas de desastres que predecían el derrumbe del periódico. Se hablaba de la inminente quiebra y las alianzas extrañas. No aconteció ni lo uno ni lo otro. Y El Espectador, otra vez, como ha sido su estilo a lo largo del tiempo, surgió airoso, no ya de las cenizas que le causaron las bombas incendiarias, que apagó al día siguiente, sino de su raza de titanes.
Hace 25 años veía la luz en el Magazín Dominical la primera colaboración con que el ignoto escritor de provincia, entonces gerente de banco en la ciudad de Armenia, iniciaba larga travesía. Tiempo después, tras seguros escarceos en el suplemento literario, uno de mis artículos pasaba a la página editorial.
No conocía a nadie del periódico. Había llegado solo, con la única carta de presentación de las cartillas trabajadas con empeño y convicción. Los eternos envidiosos de la literatura me atribuían padrinos y palancas que no poseía, y que yo, para guardar el enigma, nunca revelé. Quizá esta experiencia sirva de lección para los noveles periodistas que buscan el acceso presuroso a los medios de comunicación.
Años más tarde, cuando ya el diario le había dispensado mucha tinta al escritor en cierne, vine a conocer en persona a Guillermo Cano y José Salgar, maestros de periodistas, que con generosidad y reto me tenían abiertas las puertas de su casa.
Y aquí he permanecido hasta el día de hoy. Gracias a ellos, en primera instancia, he podido realizar la clara vocación de periodista.
En 1986 asesinaron a Guillermo Cano por atacar la corrupción del narcotráfico que por aquellos días irrumpía en el país, y que tantos desastres causaría en los años sucesivos. Murió en defensa de sus principios como el periodista más valiente que haya tenido Colombia. No tuvo la satisfacción de celebrar en 1987 los 100 años del periódico, pero abonó con su sangre el terreno de la dignidad y de las causas que otros pretenden vulnerar. Esta es su gloria.
La nave no quedó a la deriva. Al mando saltaron dos jóvenes timoneles de la reserva, Juan Guillermo y Fernando, preparados por su maestro para desafiar las tempestades.
Hoy son los nuevos capitanes que dirigen este invicto barco de papel, retocado de tintas y vigoroso de entusiasmo, hacia las aguas procelosas del siglo XXI.
La Crónica del Quindío, Armenia, 19-V-1996