Pelea de compadres
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
La reyerta recalcitrante entre el presidente Samper y su exministro de Defensa, Fernando Botero, pone de manifiesto la clásica pelea de compadres. Es la peor de todas las peleas. Más peligrosa que la de novios, ya que estos suelen cubrirse mutuamente la espalda y proteger sus secretos, por más que cada cual se vaya por otro camino. (La espalda: una palabra que puso en boga el presidente, con estas connotaciones de la hora: escapismo, simulación, mentira).
Cuando los compadres se enemistan, todo se rompe. Se acaban las lealtades. Los secretos (iba a decir de alcoba, y casi lo son) se pregonan a gritos. Lo primero que se destroza es el sentido de la caballerosidad. Se sacan los cueros al sol. Nada se deja oculto. La luna de miel, que parecía eterna, se vuelve luna de hiel.
Entre el candidato presidencial y su ministro de táctica electoral, y luego de guerra, todo era armonía. Todo era amor. Esos amores políticos despertaban celos. A Fernando Botero se le miraba como el niño consentido del régimen. El cerebro gris del Gobierno. El enfant terrible. Mantuvieron ellos tanta cercanía e intimidad, y manejaron tantos secretos peligrosos (luego vendría a saberse que su formación y temperamentos no eran afines), que el matrimonio parecía irrompible. Asunto de ficción, tan común en la política.
Cuando el proceso 8.000 comenzó a destapar la peor olla de podredumbre que ha vivido el país, el ministro estrella, a quien la inmoralidad lo tocaba de refilón, se rompió las vestiduras y se entregó a la cárcel. Por su jefe, para salvarlo. El acto era heroico. Ya se sabía que el Presidente estaba comprometido con los dineros sucios del narcotráfico, pero su hombre de confianza, manejador de cifras y estrategia, aseguraba que la campaña había sido limpia.
Hasta que al sentirse solo y abandonado, cantó. Dijo todo lo que sabía, y algo más. La cárcel, que suele reblandecer las intenciones más obstinadas y los sentimientos más equivocados, lo hizo reaccionar. Por eso cantó: para liberarse del peso de la conciencia. Para atacar la mentira. La mentira que él mismo había consentido cuando manifestó, en sacrificio que pocos le creyeron, que el Presidente era inocente y él iba a probar su inocencia (la de ambos, se entiende).
Y el Presidente contraatacó. Le dijo que era un mentiroso. Botero le respondió que el mentiroso era él. Ambos no han hecho otra cosa que tratarse de mentirosos. El país sabe que ambos lo son, y nada nuevo se ha descubierto, ya que esa es la enseña de los políticos en los últimos tiempos. ¡Qué horror!
Donde hay mayor sinceridad, aunque ésta sea rabiosa, es en la pelea de compadres. En ella todo se destapa. La verdad sale a brillar, porque la mentira no deja vivir. No permite un minuto de paz: ni en el Ministerio de Defensa ni en la Picota; ni en la espalda ni en la Presidencia de la República.
La única verdad absoluta e incallable es la conciencia. Para monseñor Rubiano la verdad es como un elefante imposible de ignorar cuando entra a la casa. El deprimente espectáculo de la farsa nacional nos sitúa en lo que somos: el país de cafres calificado por Echandía, el estadista que sabía de patria y grandeza. Ambos conceptos andan hoy de capa caída.
La pelea de compadres, en la que están involucrados los Medinas, los Giraldos, las Marías… (y no pararemos de contar) se convirtió en el mejor filo de la justicia. Nos puso, eso sí, a dudar sobre dónde está la verdad. Ya no se le puede creer a nadie. Esto es tan cierto, que si el Presidente dijera que va a renunciar, no se lo creeríamos.
El Espectador, Bogotá, 12-III-1996.