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Pelea de compadres

jueves, 15 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La reyerta recalcitrante entre el presidente Samper y su exministro de Defensa, Fer­nando Botero, pone de mani­fiesto la clásica pelea de com­padres. Es la peor de todas las peleas. Más peligrosa que la de novios, ya que estos suelen cubrirse mutuamente la espalda y proteger sus secretos, por más que cada cual se vaya por otro camino. (La espalda: una pa­labra que puso en boga el pre­sidente, con estas connotacio­nes de la hora: escapismo, si­mulación, mentira).

Cuando los compadres se enemistan, todo se rompe. Se acaban las lealtades. Los se­cretos (iba a decir de alcoba, y casi lo son) se pregonan a gritos. Lo primero que se destroza es el sentido de la caballerosidad. Se sacan los cueros al sol. Nada se deja oculto. La luna de miel, que parecía eterna, se vuelve luna de hiel.

Entre el candidato presidencial y su ministro de táctica electoral, y luego de guerra, todo era armonía. To­do era amor. Esos amores po­líticos despertaban celos. A Fernando Botero se le miraba como el niño consentido del régimen. El cerebro gris del Gobierno. El enfant terrible. Mantuvieron ellos tanta cer­canía e intimidad, y maneja­ron tantos secretos peligrosos (luego vendría a saberse que su formación y temperamen­tos no eran afines), que el ma­trimonio parecía irrompible. Asunto de ficción, tan común en la política.

Cuando el proceso 8.000 co­menzó a destapar la peor olla de podredumbre que ha vivido el país, el ministro estrella, a quien la inmoralidad lo tocaba de refilón, se rompió las ves­tiduras y se entregó a la cárcel. Por su jefe, para salvarlo. El acto era heroico. Ya se sabía que el Presidente estaba compro­metido con los dineros sucios del narcotráfico, pero su hom­bre de confianza, manejador de cifras y estrategia, aseguraba que la campaña había sido lim­pia.

Hasta que al sentirse solo y abandonado, cantó. Dijo todo lo que sabía, y algo más. La cárcel, que suele reblandecer las inten­ciones más obstinadas y los sentimientos más equivocados, lo hizo reaccionar. Por eso can­tó: para liberarse del peso de la conciencia. Para atacar la men­tira. La mentira que él mismo había consentido cuando ma­nifestó, en sacrificio que pocos le creyeron,  que el Presidente era inocente y él iba a probar su inocencia (la de ambos, se en­tiende).

Y el Presidente contraatacó. Le dijo que era un mentiroso. Botero le respondió que el men­tiroso era él. Ambos no han he­cho otra cosa que tratarse de mentirosos. El país sabe que ambos lo son, y nada nuevo se ha descubierto, ya que esa es la enseña de los políticos en los últimos tiempos. ¡Qué horror!

Donde hay mayor sinceridad, aunque ésta sea rabiosa, es en la pelea de compadres. En ella todo se destapa. La verdad sale a brillar, porque la mentira no deja vivir. No permite un minuto de paz: ni en el Ministerio de Defensa ni en la Picota; ni en la espalda ni en la Presidencia de la República.

La única verdad absoluta e incallable es la conciencia. Para monseñor Rubiano la verdad es como un elefante im­posible de ignorar cuando entra a la casa. El deprimente espec­táculo de la farsa nacional nos sitúa en lo que somos: el país de cafres calificado por Echandía, el estadista que sabía de patria y grandeza. Ambos conceptos andan hoy de capa caída.

La pelea de compadres, en la que están involucrados los Me­dinas, los Giraldos, las Ma­rías… (y no pararemos de con­tar) se convirtió en el mejor filo de la justicia. Nos puso, eso sí, a dudar sobre dónde está la ver­dad. Ya no se le puede creer a nadie. Esto es tan cierto, que si el Presidente dijera que va a renunciar, no se lo creeríamos.

El Espectador, Bogotá, 12-III-1996.

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