Rescate de la calle
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Voté por Poncho Rentería como edil de mi barrio. Lo leo con frecuencia en su columna de El Tiempo, y no me cabe duda de que es un gran defensor del civismo bogotano. Le duele Bogotá. Cuando en los alrededores de su residencia levantaban enormes edificios que rompían la armonía del sector y deterioraban el ambiente, puso el grito en el cielo. Cuando su teléfono queda mudo por días y días, como es de común ocurrencia en esta metrópoli de las desmesuras y las carencias rutinarias, se hace sentir con su palabra atronadora. Así, valiéndose de su propio caso, se convierte en vocero de los que no tienen voz.
EI pregón que más me agradó de su campaña edilicia fue el del rescate de los andenes. Todo un programa de gobierno, que en los últimos tiempos ha vivido ausente de las agendas oficiales. Hoy es una de las realidades más dramáticas de la vida cotidiana. En Bogotá no existe el espacio público. Las autoridades, siempre tolerantes, han permitido la invasión progresiva de las calles, los parques y los andenes hasta convertirse nuestra bella urbe en un batiburrillo insufrible.
El ignorado transeúnte –y todos lo somos, incluso los altos funcionarios que andan orondos en sus flamantes automóviles oficiales– ya no tiene por dónde moverse. Las aceras, que se inventaron para servirle al ciudadano, se hallan siempre ocupadas, unas veces por los vendedores ambulantes, otras por los vehículos que no encuentran sitio para estacionar, otras por los materiales de construcción que se tiran sin ningún reparo en plena vía, sin que exista autoridad, en todos los casos, para hacer respetar el derecho a la calle. O sea, el derecho a la vida.
Esta ciudad amable que nos ofrecen todos los alcaldes, es, en realidad, un suplicio eterno. No puede concebirse mayor grado de incivilización. Por eso, cuando aparece un líder con los arrestos de Poncho Rentería, es fácil votar por él. Como tiene varios tornillos sueltos, practica sus convicciones con desenfado y con el alboroto suficiente para que lo escuchen. Creo que a su anuncio de luchar por la recuperación del espacio, con todo lo que ello supone, se debe la elevada votación que obtuvo.
Yo agregaría a su lista esta otra calamidad: la del ruido. Bogotá es el infierno de la contaminación auditiva, que nos mantiene a todos al borde del desespero. Si ya no somos sordos y neuróticos, muy pronto lo seremos. Mientras los conductores de taxi y de vehículos particulares han hecho del pito el medio más socorrido para abrirse campo por entre una ciudad que ni avanza ni deja avanzar, las bocinas de los buses no ahorran decibeles para imponernos la tortura mayor.
Antanas Mockus cifra en su poder de persuasión y educación de la gente la clave de su gobierno. Si a él se unen –en el Concejo y en las Juntas Administradoras Locales– Poncho Rentería y otros elementos de claras intenciones cívicas, como Jorge Child, es posible que Bogotá salga de su marasmo. Confiemos en el milagro de la resurrección.
El Espectador, Bogotá, 7-XI-1994.