Dos poemas inéditos de Carmelina Soto
Por: Gustavo Páez Escobar
En octubre de 1979 –dentro de las fiestas aniversarias de Armenia–, la Gobernación del Quindío otorgó a Carmelina Soto la Medalla al Mérito Literario, ocasión en que la poetisa expresó lo siguiente: «Otras voces se escucharán en este recinto en el devenir constante de los días. Yo estaré en otro sitio, pero estaré, porque el universo es un estallar continuo de soles y semillas que no deja sitio libre ni siquiera para morir. Si somos, siempre seremos. No hay forma de borrarnos ni de deshacernos. Vivir no es necesario: es un acto irreversible».
Aquel día, un grupo de amigos le ofrecimos a Carmelina, en su propio apartamento, un coctel para congratularla por el justo galardón con que la Gobernación del Quindío premia desde entonces el mérito de sus escritores. Al calor de los whiskys, Carmelina me enseñó dos poemas inéditos que mantenía guardados en un libro: Llama y Brasa. A pesar de mis ruegos, no quiso regalármelos. Ante su negativa, localicé el libro y de allí los extraje. Si la acción ha de llamarse robo, que lo sea. No me avergüenzo de ella: robar para la literatura es un placer delicioso.
Carmelina Soto, muerta en marzo 1994, elaboraba sus versos en silencio –los pulía y repulía–, y los dejaba olvidados en los libros. Su obra cenital –Tiempo inmóvil– certifica su morosa decantación lírica. Quince años después, aquellos dos poemas continúan inéditos. Siempre que los leo, siento que se me incendia la piel. El robo valía la pena.
* * *
LLAMA
Ardiente. Solitaria. Lumínica.
Inquieta. Agonizante.
Nunca en sosiego.
Suicida claridad
por oscura resina alimentada.
Una noche compacta la limita, la cerca
con sus anillos férreos
y su espacio de luz
queda medido con la medida exacta.
Llama temblorosa,
arrebatada, urgente, lacerante.
Me bañó su fulgor. Me hechizó su esplendor.
Su lengua hendió mi piel.
Sentí su quemadura.
Sufrí un instante.
Ella. Yo. Yo. Ella. Una llama
sin extinción posible.
Voraz, secreta llama inextinguible.
BRASA
Al mover el rescoldo su violenta semilla
estalló en mil estrellas
de chispas crepitantes.
La descubrí en nido de rubíes efímeros
de pura sangre transparente.
Ella estaba escondida
en mundos de cenizas pesadas,
disimulando en frágiles pavesas
su cuerpo rojo, comburente.
Brasa viva. Luminosa. Enterrada.
Guardando en sí latente la fuerza de la chispa.
Las lenguas retorcidas del fuego. Los cónicos proyectos de la llama
y las grandes conflagraciones.
Yo la robé: miradme las manos laceradas.
Revista Manizales, enero de 1995