A los 3 años de la muerte de Germán Pardo García
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
(Carta al escritor boyacense Vicente Landínez
Castro, en su escondida y callada Barichara).
La añoranza que haces sobre los últimos días de Balzac, cuando casi ciego y moribundo le garrapateó a su amigo Teófilo Gautier aquel mensaje doloroso –»ya no puedo leer ni escribir más»–, ha despertado en mí otro recuerdo: el del mismo Gautier quien años después moriría con la pluma en los dedos, a pesar de la prohibición que le había hecho el médico para que siguiera escribiendo. Gautier, vencido por terrible enfermedad, estaba casi paralizado. Y no se sometió a la inactividad. Ambos hechos, que enaltecen la pasión de escribir, los protagonizan seres superiores. A ellos se suma Germán Pardo García, cuyos últimos días (hablemos de todo un año) representan una grandiosa tragedia griega, digna de los dioses.
Esto, sin embargo, no lo han apreciado los colombianos. Algunos ni siquiera saben que el poeta nació en Colombia. Sus cenizas duermen olvidadas en un cementerio ajeno, muy cubiertas de cemento para que no se las lleven a su patria verdadera: Choachí. Por eso, Vicente, mi libro sobre Germán Pardo García –que el Instituto Caro y Cuervo pondrá pronto en circulación– es importante. No por su valor literario, sino por lo que defiende y deja como testimonio de admiración.
Ese libro hace falta, y esto no es ninguna vanagloria mía. Es que, sencillamente, a Pardo García han dejado de tributarle los honores que merece. Algunos no sólo lo ignoran sino que además lo menosprecian. Casi nadie se acuerda hoy en Colombia de este genio de la poesía. En Méjico, en cambio, la poetisa Carmen de la Fuente va a publicar una antología de nuestro compatriota.
Esa es, por otra parte, la ingratitud humana. En Armenia, donde viví por tantos años y donde conocí además el alma de sus escritores, hoy no saben quién es Eduardo Arias Suárez, acaso el mejor cuentista que haya tenido Colombia. Ni Antonio Cardona Jaramillo (Antocar), ni Jaime Buitrago Cardona, ni Fernando Arias Ramírez, ni Baudilio Montoya… Corriendo los tiempos, entran ya en los abismos del olvido, a pesar de que sólo ayer se fueron de la vida, escritores de la talla de Euclides Jaramillo Arango y Carmelina Soto. Esto para no mencionar a Adel López Gómez, oriundo de Armenia y radicado casi toda la vida en Manizales, cuyo recuerdo es cada vez más lánguido en ambas regiones.
Hace pocos años, en un acto académico realizado en Bogotá, me encontré con algunos notables de la ciudad de Ibagué, y uno de ellos me ofreció adelantar una campaña para que las cenizas del poeta fueran entregadas a Choachí. Había que pedir permiso (creo que permiso político) para que éstas fueran restituidas a su propia tierra. En el momento de la muerte del ilustre poeta habían tomado allí su nombre como bandera para ciertos pregones regionales, por el solo hecho de haber nacido por accidente en la ciudad de Ibagué (a la que él nunca reconoció como su auténtica patria chica). Por eso, debes saber que los homenajes que allí se le tributaron fueron postizos. La promesa del notable escritor ibaguereño –uno de los promotores que nos robaron las cenizas– se quedó en el fondo de un vaso de whisky…
Sé que eres sensible a estas cosas. Ya quedan muy pocos de estos especímenes. Por eso, escribo estas líneas con emoción y franqueza. Por fortuna, Germán Pardo García duerme ya el sueño de los justos, ajeno a los simulacros de cultura suscitados tras su muerte. Él ya no sufre: los que sufrimos somos los vivos.
El Espectador, Bogotá, 26-IX-1994.