La pintora Graciela Gómez
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
La exposición de pintura de Graciela Gómez –en el Senado de la República, que finalizó en días pasados– me hizo descubrir la obra maravillosa de esta colombiana a quien su propia tierra ha dejado de brindarle el reconocimiento que merece por su tesonera y brillante labor, mientras en distintos países de América y de Europa su nombre despierta hondas simpatías. Esto demuestra, una vez más, que no sabemos valorar ni estimular el talento colombiano, y además somos sordos a los aplausos que en otras latitudes se tributan a nuestros artistas.
Graciela Gómez ha visitado 24 países en función de su arte, ha presentado 62 exposiciones individuales y ha participado en 30 colectivas. El 15 de febrero próximo asistirá en Hungría, por espacio de un mes, al simposio de artistas europeos que se llevará a cabo en Debrecen (región de Hortobagy), donde es la única invitada de América. En septiembre atenderá otro compromiso similar en la capital de Bélgica.
He tenido la suerte no sólo de admirar su producción de los últimos años, sino de enterarme, a través del exquisito libro que le publicó Italgraf en 1984, de los inicios de su carrera, de sus primeras luchas y de su irrevocable vocación artística. Leyendo estas páginas me he encontrado con la sorprendente niña prodigio que a los 11 años de edad se ganó una beca para estudiar pintura, que no pudo aceptar por ser apenas una niña; y que a los 14 años hacía su primera exposición en La Biblioteca Nacional ante un público incrédulo.
La presentó el poeta Hugo Salazar Valdés, que halló en ella, a pesar de su corta edad, «el verbo de su paleta, la diafanidad de su pulso, la verdad del mundo de sus sueños». Y proclamó que se trataba de un gran talento.
Desde entonces –y han corrido 40 años– Graciela Gómez no se ha detenido en su mundo creador, hasta consolidar una obra inmensa, siempre en permanente combustión, aplaudida en los escenarios mundiales de la fama. Ella misma, en uno de los tantos pensamientos elaborados en sus momentos íntimos, y que adornan (porque además tiene innegables dotes de escritora y poetisa) las páginas del libro atrás citado, define así la fuerza de su espíritu: «Dame un mundo y os daré formas, dame un cielo y os daré nubes, pero dame ilusiones y os entregaré la vida en un perenne juego de luces».
En los trazos vigorosos de sus figuras, y sobre todo en los rostros y la anatomía con que pinta las mujeres de su universo alucinado, hay algo que cautiva y son las líneas inconfundibles de su estilo. Ella ha implantado, al igual que Armando Villegas, el sello peculiar que hace distinguir su pintura de cualquiera otra. En esos rostros desmayados, donde lo irreal juega con lo sensual, y lo corpóreo con lo espiritual, se sorprenden hilos misteriosos de nostalgia y arrobamiento, de soledad y tristeza, de abandono y al propio tiempo de serenidad, de ritmos voluptuosos y recónditas cargas emocionales. En sus mujeres hay presencias y lejanías, dolor y ensueño, tragedia y misticismo.
La pureza del alma alterna con la voluptuosidad de la carne, y crea en los ojos y en la imaginación del espectador un enjambre de líneas sinuosas, de arabescos en fuga, de volutas imprecisas, donde en definitiva es la mujer plena quien emerge, con la poesía del color y el lirismo surrealista, por entre las luces del sublime arte pictórico.
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Me detengo en las formas femeninas por ser la mujer el tema preferido, y en el que más se realiza, de esta maestra de lo subjetivo que ha sabido mover su alma entre tonos vibrantes y emanaciones febriles. La mujer es para ella flor y fruta, aire y paisaje, pasión y éxtasis. Su arte (la mujer así concebida) se derrama en la naturaleza y crea flores exuberantes y sugestivos contornos ecológicos. Una vez, ansiosa de la patria en lejano país, suspiró por Colombia en esta anotación que refleja la ansiedad del retorno: «Necesité del paisaje de mi tierra y del tiempo detenido en las tapias de los pueblos; necesité del cielo gris y del verdor de la sabana».
Y aquí vuela, de temporada en temporada, para seguir consumida en su arte, en su perenne sinfonía inconclusa. Ojalá los colombianos descubran que ella es nuestra.
El Espectador, Bogotá, 24-XII-1993