La renuncia de Osuna
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Osuna se siente molesto con Semana por haber invadido la privacidad del caricaturista. El semanario, por lo general bien informado, «oyó el cantar y confundió los trinos» en el caso del premio a la vida y obra de un periodista, otorgado a Antonio Panesso, al poner a Osuna como finalista derrotado en el certamen en que él, por su soberana voluntad, no competía. El hecho de no someter su nombre al capricho de los concursos, regla que ha seguido toda la vida, no fue óbice para que el jurado lo hubiera escogido para el puesto de honor.
Sin embargo, Osuna declinó el ofrecimiento, en privado, por estas razones poderosas: ante todo, porque no le gusta competir y no padece la vanidad de las condecoraciones; porque ha sido crítico del Premio Simón Bolívar, que considera manejado con afán publicitario y con interferencias políticas, y del que suele excluirse a los periodistas de oposición; y porque prefiere conservar su independencia crítica.
En el gobierno de Turbay Ayala, rechazó por primera vez, en 1979, el premio que se le confirió como caricaturista, por no aceptar que fuera el propio Presidente el que condecorara a sus críticos, una manera de silenciarlos, o por lo menos de ablandarlos, al comprometer, con el abrazo del príncipe, la libertad de expresión.
Osuna, al reclamarle a Semana la desinformación que pasó a sus lectores en la edición 586, se sintió autorizado para revelar la entrevista confidencial que tuvo con el jurado, en la que renunció –sin duda con esfuerzo económico, y al mismo tiempo con altiva humildad– el honor para el que se le llamaba. El jurado, uno de cuyos miembros era D’Artagnan, con quien Osuna se cruza con frecuencia agudos floretes, demostraba así que no se había olvidado de los periodistas de oposición; y los valoraba, en la figura de Osuna.
Estas intimidades hubieran quedado ocultas si la revista Semana no coloca a Osuna en la ronda final de la competencia, disputando una presea que no buscaba. El premio que por efecto de la renuncia pasó a Antonio Panesso, periodista de tiempo completo y con suficientes kilates intelectuales para obtenerlo, ha quedado en magníficas manos. No creo que el profesor se haya considerado rebajado al segundo peldaño si de todas maneras su nombre merece la exaltación; y él, como Pangloss, de quien heredó la fibra del optimismo, se reirá de las travesuras de los concursos.
Confiesa Osuna que su alergia a los premios obedece a las mismas razones de rechazo que siente su mastín Canelón cuando le ponen collares. Esto me hace recordar esta frase de Germán Pardo García a propósito del regalo que hizo, también en secreto, de la Cruz de Boyacá que le había otorgado el gobierno de Belisario Betancur: «Soy incapaz de llevar sobre mi pecho distinciones de esa clase que me recuerdan las que conceden a las reses en los certámenes pecuarios».
Lo que Osuna defiende es el derecho a no competir. Como censor de la moral pública y de los gobernantes deshonestos, se cuida de dejarse seducir por los halagos. Hay otros casos de decorosa altivez que vale la pena mencionar. Eduardo Caballero Calderón, a quien eligieron en 1943 miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, no se posesionó de esa investidura. Lo mismo ocurre con Fernando Charry Lara. Gabriel García Márquez ha expresado en forma reiterada su renuencia a ser elegido en ella. Germán Pardo García, para no pronunciar el discurso de rigor, no concurrió a su propio acto de posesión. Estos no son actos de soberbia. Son rasgos de carácter.
El Espectador, Bogotá, 5-VIII-1993