Inicio > Ensayo, Personajes singulares > El caballero de Tipacoque

El caballero de Tipacoque

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Eduardo Caballero Calderón sobresale en las letras por la profundidad de sus ideas. Pocos escritores como él han trabajado la literatura con tanto denuedo y convicción, con tanta entrega y pasión, con tanto arte y esplendor. Hay personas que nacen marcadas para un destino, y Caballero Calderón lo fue para las lides del pensamiento. Con la mente libró todas sus batallas.

Era un caballero de caminos, al estilo de los caballeros andantes de la España legendaria, y como tal se le veía recorrer lo mismo las sendas polvorientas que lo llevaban a su lejana provincia boyacense, que los amplios horizontes que le abrieron los mundos encantados de Francia y España. Más que turista de países, era viajero por el alma de los libros. Nunca dejó de leer y estudiar, porque no concebía al hombre como un ser intrascendente, sino dotado de inteligencia y apto para todos los retos del espíritu.

El universo de los libros

Pocos días antes de su muerte lo visité en su apartamento capitalino, en el cual vivía como un ermitaño en medio de libros, de recuerdos y nostalgias. No se veía que se hallara próximo su final, si bien se dolía de la soledad y de la postración física que desde dos años atrás lo tenían reducido a su tradicional silla de cuero, provista de la tablilla añeja donde apoyaba los libros que leía, frente a una ventana ancha y luminosa

Su obsesión por los libros era la medicina mágica contra el tedio, y su mejor consuelo en la vejez. Al cumplir los 80 años de vida así se expresaba en Lecturas Dominicales de El Tiempo: «La vejez es la soledad. Yo leo y releo. Releer es encontrarse con viejos amigos. Yo me pregunto cómo hacen las personas que no estuvieron acostumbradas a leer, cómo hacen para pasar la vejez».

La inmensa biblioteca se extendía por los pasillos del apartamento, por la sala, por las habitaciones y por el cuarto de estudio en el que transcurrían sus horas silenciosas. Eran miles de volúmenes —fuera de los otros miles que guardaba en Tipacoque— conservados con amoroso esmero; preciosas ediciones en español, francés y otras lenguas, que en orden admirable refulgían en los anaqueles a los que sus manos ya no lograban llegar. Para entender la armonía de ese universo de libros debe adivinarse la presencia invisible de sus hijas solícitas, que le disipaban la soledad con sus visitas frecuentes.

Pero su alma ya no era de este mundo desde la muerte de su esposa, Isabel Holguín, ocurrida en noviembre de 1980. El náufrago sobreviviría 12 años en tremendo desconsuelo. Este dolor se hizo más agudo por haber contado con la suerte de una compañera inmejorable. Desaparecida ella, quedó con las alas rotas. En 1983 escribió en El Espectador una hermosa página dolorida, que es viva demostración de su angustia de vivir, donde declara:

Duré un año entero, más de un año, sin atreverme a escribir cuando murió mi mujer. Mi soledad era espantosa y la necesidad de dialogar con ella, de preguntarle por qué me había dejado solo, por qué no me había dejado ir primero, puesto que yo, sin ella, soy un minusválido (…) Muerta ella, dentro de mí murió lo mejor de mí mismo. Mi soledad es su ausencia. Pero volví a escribir para escapar a la locura, a la melancolía, al terror.

El noble ancestro

Eduardo Caballero Calderón nació en Bogotá el 6 de marzo de 1910 en el hogar constituido por el general Lucas Caballero Barrera y doña Carmen Calderón Tejada. El padre de doña Carmen, Aristides Calderón Reyes, oriundo de Soatá, era eximio líder político que ocupó las posiciones de presidente del Estado Soberano de Boyacá y ministro de Gobierno del presidente Rafael Núñez. Su esposa, Ana Rosa Tejada Mariño, había recibido en herencia la hermosa y extensa hacienda Tipacoque, jurisdicción entonces de Soatá, mi pueblo natal.

Si bien el lugar de nacimiento de Caballero Calderón fue la ciudad de Bogotá, siempre se consideró boyacense tanto por la sangre como por el espíritu. A Tipacoque viajaba varias veces al año y allí forjó su mundo literario. Hacia el final de su vida adquirió en Tibasosa, otra bella y reposada población de Boyacá, la casa solariega que bautizó con el nombre de Santillana, la que le compró el municipio, poco tiempo antes de su muerte, para construir un centro de cultura como homenaje al escritor.

Con Tipacoque y Diario de Tipacoque conquistó la celebridad internacional que después la consolidarían sus otros libros. Adoraba el campo y detestaba la ciudad. Su creación terrígena la amasó con barro boyacense, y los personajes de sus novelas los tomó sin rebuscamientos —porque eran reales— del ambiente de la comarca donde conversaba a diario con los campesinos sobre la cosecha que se negaba a madurar, el ojo de agua que amenazaba morirse, o sus afectos por la comadre Santos. Con tal veracidad pintó este mundo cotidiano, que lo hizo de carne y hueso.

El escritor procedía de elevada casta de donde salían los hombres de Estado, los personajes de los clubes, los capitalistas, los políticos oligarcas. Su padre era  abogado y general de la República, que combatió en la Guerra de los Mil Días, y su nombre sonaba con muchas campanillas en las altas esferas nacionales. Fue representante del general Benjamín Herrera en el Tratado de Wisconsin, y al morir su esposa en 1924 se puso al frente de la hacienda de Tipacoque.

A lo largo de su obra, Caballero Calderón nombra con mucho afecto a sus abuelos Aristides y Ana Rosa, quienes ejercieron especial influencia en su vida. A Eduardo le correspondió romper la línea del privilegio en lo que se refiere a la tenencia de la tierra. Desde las aulas del Gimnasio Moderno —regentado por un pariente suyo, Agustín Nieto Caballero—, donde estudiaban los muchachos de la alta sociedad, y en el que realizó su bachillerato, comenzó a analizar la sociedad colombiana. Luego ingresó al Externado de Colombia y tres años después interrumpió la carrera de Derecho y Ciencias Sociales para dedicarse por completo a la exploración del hombre con la fiebre literaria que le vibraba en la sangre. Captó las desigualdades sociales entre oligarcas y plebeyos, entre terratenientes y proletarios, entre poderosos y explotados, y descubrió el engaño de nuestro mundo político y social.

“La política en Colombia —manifestó— parece un sida intelectual. A mí siempre me interesó el pueblo, la gente humilde, y eso se ve en mis personajes. Me duele el olvido en que se tiene al pueblo en este país. Los políticos nombran al pueblo pero siempre lo desconocen. Le prometen esta y la otra vida, pero lo único que les interesa son sus votos. Yo soy liberal, pero apolítico, porque la política no me gusta: sobre todo como la han vuelto».

Cuando le llegó el momento de ejercer el feudalismo que había heredado, donde él era el amo y sus trabajadores los esclavos sin esperanza, se posesionó de su papel justiciero. Fue parcelando y vendiendo la tierra entre los obreros hasta reducirla a mínima parte. Y a la postre, la inmensa hacienda quedó convertida en la casona, la capilla y un terreno simbólico. El resto pasó a manos de quienes trabajaban la tierra. La hacienda es hoy un retazo de historia. Un emblema espiritual. La casona, donde rumbo a Cúcuta pernoctó Bolívar el 5 de diciembre de 1826, fue declarada monumento nacional por el presidente Carlos Lleras Restrepo.

Borrada en Tipacoque la institución de los encomenderos, la atmósfera comarcana se volvió de libertad. Con razón comentaba algún campesino, a la muerte de su amo, que todos los tipacoques habían recibido algo de él. Y que por eso el pueblo había quedado huérfano de padre.

Siervos sin tierra

Este redentor de los humildes plasmó en Siervo sin tierra, con brochazos geniales (y recordemos de paso que fue maestro de la brevedad elocuente), el drama del campesino pisoteado por la miseria, la crueldad, la ignorancia y la injusticia. Compenetrado con las adversidades del trabajador rural y la idiosincrasia de patronos y gamonales, el novelista desentraña la angustia del hombre que entre inclemencias suda el pan de cada día y con frágil esperanza anhela un pedazo de tierra para menguar su penuria.

Al campesino colombiano, y en realidad a los campesinos de todo el mundo, suele ocurrirles lo mismo que le pasó a Siervo Joya: que mueren a la orilla de la carretera por no tener otro sitio donde caer muertos. Con este símbolo, el novelista trasplanta a nuestro suelo la desgracia universal de los desheredados de la vida. En la mayoría de sus novelas se repite, bajo diferentes marcos, la figura de los labriegos humillados por patronos y políticos, víctimas del analfabetismo y la pobreza. Son seres abandonados por la sociedad y carentes de defensas propias, que para salvar su alma —ya que el cuerpo languidece todos los días sin remedio— caen con facilidad en los fanatismos religiosos que los sacerdotes les predican inculcándoles miedos terribles, lo cual constituye otra clase de tortura.

Nervio palpitante de su obra lo constituyen los conflictos político-religiosos que durante largos años sembraron en Colombia una pavorosa época de violencia partidista, estimulada desde los púlpitos por curas torpes y sectarios. Contra dicho medio de injusticia social clama en sus obras este caballero andante que creó el ancho mundo de Tipacoque como símbolo al mismo tiempo de la esclavitud y la liberación. Un mundo que abarca al hombre total, el de todas las razas y todas las latitudes, con sus odios y amores, sus purezas y lujurias, sus miserias y grandezas.

Estos hombres despojados de toda esperanza son los que recorren las páginas de las novelas de Eduardo Caballero Calderón, en las cuales resuenan los mismos conflictos sicológicos denunciados por Dostoiewski en sus obras.

El escritor de Tipacoque no hizo otra cosa que insistir sobre las diferencias sociales. Esta tesis la ventiló con gran patetismo en Siervo sin tierra, y la repitió en El Cristo de espaldas, Manuel Pacho, El buen salvaje, Historia de dos hermanos. Con esto se comprueba lo dicho por Schopenhauer: que el novelista, por más libros que produzca, en realidad sólo escribe una novela. En las demás no hace sino ahondar en el planteamiento principal.

Obsérvese bien el caso de Caballero Calderón y se notará que el tema de la violencia y la injusticia es reiterativo a lo largo de sus libros. El campesino es la espina dorsal de toda su creación. La atmósfera y las costumbres de las breñas bravías y taciturnas del Chicamocha —donde, según palabras suyas, «los hombres son buenos, transparentes y silenciosos como el agua»— son las mismas que se hallan en la mayoría de pueblos de Colombia. Los dramas humanos que allí se viven son los mismos que existen en cualquier lugar del planeta. Pero se necesitaba la lente del artista para inhalar un mundo. Sus descripciones están henchidas de calor y vivacidad, y en sus personajes se plasman las honduras y reconditeces de la naturaleza humana.

El castellano de Tipacoque

En prosa castiza y esplendente, llena de vigor, claridad y sencillez, redactó su obra. Era un genio solitario que no se sentía satisfecho con lo que a borbotones le surgía de la imaginación y luego trasladaba al papel, sino que modelaba sus creaciones con el rigor del artesano. Esto le permitió lograr escritos de tal perfección, que la crítica, desde hace mucho tiempo, lo tiene catalogado como uno de los clásicos del idioma.

Fue un intelectual puro que se dio el lujo de no pronunciar discursos en su vida: ni cuando concurrió como representante a la Cámara, donde nunca habló nada; ni cuando los tipacoques lo aclamaron en la plaza principal como el primer alcalde del pueblo, ocasión en la que se limitó a levantar con humildad los brazos al cielo… Siendo académico nato, era antiacadémico en su manera de interpretar esos recintos: le chocaban los cuerpos colegiados. Al Congreso lo consideraba un club de turistas. Actuó en política, pero contra su voluntad.

Su fuerza residía en la palabra escrita, y su ámbito era la soledad. Amó a España como su segunda patria y sobre ella escribió uno de los libros más bellos que se hayan elaborado en las letras castellanas: Ancha es Castilla, Obra clásica por excelencia, y la que más méritos le señala como artista del idioma. Su adoración por don Quijote y lo que él representa como maestro de la vida la demostró de múltiples maneras, tanto en su permanente aventura intelectual a lomo de los libros, como en su peculiar forma de vivir, amar y soñar.

En el Breviario del Quijote queda constancia de su pericia como intérprete del genio inmortal. En España, donde residió por espacio de cinco años y estuvo encargado de los negocios de Colombia, fundó la Editorial Guadarrama, que  desempeñó notable papel en el mundo intelectual madrileño. Allí fue amigo de Ortega y Gasset y de otros egregios escritores.

Muchos de los rasgos físicos de Eduardo Caballero Calderón lo asemejan al «caballero de la triste figura». Con su pierna coja recorría los caminos pedregosos que lo llevaban a Tipacoque, y hasta tal punto hizo célebres sus cojeras, que éstas se hallan ligadas a su personalidad como la lanza a la figura de don Quijote. Su barba enmarañada le creaba aspecto singular y le imprimía visos de misterio y dignidad.

Con fino humor recuerda sus andanzas como diputado a la Asamblea de Boyacá:

Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico.

Era hombre silencioso, pulcro, cordial, gran observador, parco en palabras y elocuente en gestos. Prefería escuchar a hablar, y cuando expresaba algo, todos guardaban silencio. Le gustaba ser opaco, pero su presencia irradiaba fulgor. Con una sola palabra lograba pintar toda una situación. En privado era ingenioso y humorístico.

A veces su humor se tornaba sarcástico, y con él enjuiciaba los desvíos públicos y el derrumbe moral de la nación. Todas las semanas se reunía con sus amigos íntimos. A partir de las cuatro de la tarde de los jueves se daba comienzo al diálogo vitalizante y en él se hablaba de lo divino y lo humano. Con sus pequeños ojos inquisidores, que mostraban los destellos de la bondad y escondían la mordacidad del felino, y con su leve sonrisa burlona que en lugar de chocar atraía, este quijote moderno era la atracción de grandes figuras del mundo intelectual que lo visitaban semana tras semana para curarle el hastío y ensanchar la amistad al calor de un buen vaso de vino o de whisky.

Le quedaron debiendo el Premio Nóbel. Como era hombre humilde y discreto, que siempre se apartó del mundanal ruido para vivir su mundo interior, se mantenía alejado de ambiciones y no se prestaba para los artificios de la fama. Su literatura, que no fue de concurso, vale por sí sola. Hoy se halla traducida a la mayoría de lenguas universales y ha llegado a pueblos tan lejanos como el chino, el japonés y el ruso. Fue criticado, controvertido, ensalzado. Nunca respondía ni al ataque ni a la alabanza y nadie lograba sacarlo de su postura de escritor inalterable.

Noble, generoso y desprendido de los bienes materiales, se dispensaba a los demás con elegancia caballeresca y de sus labios no salía nunca un agravio. Conforme era impecable su idioma, lo eran también su porte y su vida. Por la literatura vivía y moría: era su pasión vital. Y como tenía a Proust como su maestro de cabecera —de cuya obra tomó el seudónimo de Swan—, su mayor afán era la búsqueda del tiempo perdido, en el mundo de la evocación y la batalla del espíritu, de la ilusión y el desengaño, que nace y desaparece todos los días.

Periodista de combate

En forma magistral combinó la literatura con el periodismo. Sostenía que el periodismo restringe la calidad del escritor ya que los temas deben tratarse sin mayor profundidad y al vuelo, y aconsejaba escribir la nota periodística de prisa y con emoción, para luego corregir despacio. El periodista —no cesaba de repetirlo— debe ser un eterno insatisfecho, que nunca se deje halagar por los poderosos y que mantenga su independencia con dignidad y altivez, y con la suficiente superioridad moral e intelectual para convertirse en pregonero de las angustias populares.

Si el periodista se entrega o se vende, o carece de capacidad para la guerra, debe cambiar de oficio. Fue el vigía y el crítico implacable de la moral pública. Se mantuvo a prudente distancia de los gobiernos porque consideraba que para señalar sus errores era necesaria una autonomía insobornable. De esa línea de combate nadie lo desvió.

Con su pluma acerada reprimía los abusos del poder y denunciaba, cual otro catón, a los eternos explotadores del pueblo, a los saboteadores del tesoro público, a los corruptos de las administraciones. Como no tenía compromisos con nadie —y sólo con su conciencia de bien—, sus dardos eran demoledores. Siempre estuvo con los justos y los humildes. Y fustigó a los depravados, sobre todo cuando más alto se hallaban en la sociedad o en el gobierno. Con su verbo encendido conseguía, como don Quijote, enderezar entuertos al paso de sus caballerías.

En sus tiempos de estudiante del Gimnasio Moderno fundó el periódico El Aguilucho, que todavía se conserva, a pesar de los años transcurridos, como el órgano oficial de la institución. También se desempeñó como director-fundador del radioperiódico Contrapunto, en el que adelantó recias campañas por la depuración de las costumbres. Como periodista de combate era temible. Su voz resonaba en el país con ecos moralistas.

Siempre mantuvo una tribuna abierta a todas las inquietudes nacionales y allí recreaba —entreverando la crítica pública con la vena del diletante— sus eruditos y amenos ensayos literarios, cargados de gracia, sobriedad y profundidad. Como había llegado al pleno dominio de la palabra, lograba transmitir en breves líneas torrentes de ideas. E insistía ante los columnistas de prensa en la necesidad de pulir el lenguaje y escribir con donaire y concisión, con fuerza conceptual y, sobre todo, con elevados principios.

La agilidad, claridad y brevedad, unidas al bien decir, que reclamaba de los periodistas como normas indispensables del oficio, son virtudes brillantes en las miles de cuartillas que redactó para la prensa. Fue colaborador de El Tiempo, El Espectador, La Razón, Revista de las Indias, entre otros órganos en que escribió con mayor asiduidad.

De todas partes buscaban sus colaboraciones. En 1977, cuando dejó su espacio en El Tiempo en asocio de su hermano Lucas –el famoso Klim–  y de su primo Enrique Caballero Escovar, y los tres se trasladaron a El Espectador ante la censura que se aplicó a un artículo de Lucas sobre el gobierno del entonces presidente López Michelsen, así habló en el homenaje nacional que se les tributó en el Hotel Tequendama para enaltecer sus altas dotes intelectuales y críticas:

¿Podríamos esperar de un Estado pragmático y mercantilista algo distinto de una justicia tuerta, una Universidad descuartizada, una inseguridad creciente y una moral en quiebra?, ¿de un Estado que no representa a la Nación y es sólo el cáncer administrativo que la está devorando?

La historia en cuentos

A los niños de todas las edades —hasta los noventa años— les deja preciosas joyas literarias para asimilar la historia y refrescar el alma juvenil que todos deberíamos cultivar, y que por desgracia dejamos languidecer en el curso de la vida. En las series Memorias infantiles y La historia en cuentos aprende el pequeño lector —al igual que el lector adulto— que la patria vive en todas partes, lo mismo en la montaña hirsuta que en el valle florido, y lo mismo en la gesta que ya pasó y dejó lecciones de grandeza, que en el menudo acaecer cotidiano que nosotros mismos, con nuestra acción o nuestra indiferencia, hacemos grande o sombrío. Y el lector aprende, sobre todo, que la patria vive ––debe vivir– en el alma de cada cual.

Caballero Calderón fue gran patriota, y lo demostró de muchas maneras. Su obra de escritor es un canto perseverante a la patria. La narración de las costumbres y los conflictos rurales, presentada con la simplicidad del maestro que sabe interpretar la entraña campesina con descripciones al alcance de todas las mentes, es el resultado de hondos escrutinios sociológicos sobre la idiosincrasia colombiana. Era él, ante todo, profundo analista de la vida nacional. Y lo mismo que Gaitán se enfurecía ante la pobreza del pueblo y decía que el hambre no es liberal ni conservadora, Caballero Calderón sostenía que la costumbre de la violencia nace de la miseria.

En sus cuentos crece el amor a la patria con una leve poesía a la infancia, y el autor aprovecha el enternecimiento del alma para despertar interés por los héroes y respeto por los símbolos nacionales. Cuando pinta paisajes y hace brotar las emociones épicas, estimula la fibra del patriotismo. Para qué abundar en más argumentos sobre las calidades de maestro –maestro de las letras, de academias, de escritores, de la vida– que no tuvo necesidad de pronunciar discursos grandilocuentes –y vanos– para hacer trascender su palabra. Mientras la palabra de los políticos se la lleva el viento, la suya permanecerá como un faro inextinguible.

En relatos tan fascinantes como El caballito de Bolívar, El zapatero soldado,  Todo por un florero o El corneta llanero, cualquiera aprende a leer en el alma de la historia. En El arte de vivir sin soñar nos hace transportar a una de esas fantasías orientales de Las mil y una noches. A sus amigos del campo les inculcó la visión del mundo a través de la dimensión de su propia aldea. Y los convenció de que el paisaje no es mejor en Europa que en Tipacoque. Así los hizo pegar más al terruño, o sea, a la patria. Su obsesión por el agua, que se manifestaba en sus reprimendas a los labriegos por la tala de los árboles y la consiguiente sequía de los campos, es otra refrendación de su espíritu nacionalista.

Bolívar era el símbolo supremo en quien conjugaba el sentido de la libertad. Y para que los tipacoques no lo olvidaran, les descubrió, con estas palabras, la piedra que recuerda el paso del héroe por la hacienda:

Cuando alguien trate de engañarlos a ustedes, piensen en el Libertador. Cuando alguien que los gobierne falle en el camino, piensen en él. Bolívar es el ejemplo y el padre. Nadie puede ser bueno ni grande en Colombia si no lleva al Libertador en el pecho. El Libertador no está ausente, tipacoques, pues no morirá en esta tierra mientras vivan quienes lo recuerden. Su memoria es como esta piedra, que durará más que nosotros. El Libertador es la patria, tipacoques. ¡Viva el Libertador!

Pintor de paisajes

Era un alma enamorada de la naturaleza. Los paisajes embrujados que recorría varias veces al año entre Bogotá y Tipacoque, y que sólo dejaron de aparecer en su retina cuando ya sus piernas no le obedecieron, se habían quedado en su espíritu como un soplo de vida, como un aire de inspiración. Luchó como un león por la pavimentación de la carretera Central del Norte, cuyo punto final es la ciudad de Cúcuta, y no consiguió verla llegar a sus predios a pesar de que los trabajos arrancaron hace un siglo.

Al eterno defensor de esta carretera interminable lo dejaron morir sin que se cumpliera su sueño de verla pasar por su aldea. En la parsimonia desesperante de esta vía se sintetiza la mansedumbre del pueblo boyacense —tan bien analizada por Armando Solano— que entre soledades y resignaciones ha levantado en Colombia el mayor monumento al venerable Job.

Esta misma vía, polvorienta y traicionera, la transitó el cronista infinidad de veces entre roquedales y precipicios de pavor, y siempre con el alma henchida de poesía. Su contacto con la naturaleza le incitó el nervio del artista. Sin pinceles ni paletas, dibujó con la pluma y su prodigiosa imaginación los cuadros de las tierras indómitas que surgían a su paso como una provocación para el poeta.

La paz y el embrujo de las tierras ariscas y silenciosas, de los desfiladeros soberbios y agresivos, movieron su sensibilidad y le permitieron estructurar una de las obras de mayor belleza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

Su prosa lleva el polvo de los caminos y huele a montaña, a trapiche, a perfume de azahar. El país, rico en regiones agrestes y huérfano hoy de pastores y labradores, ha quedado pintado con virtuosismo mágico en las páginas del escritor andante que hizo brotar de la naturaleza una sinfonía de paisajes y de ensueños.

En las laderas taciturnas de Tipacoque aprendió a pensar. Allí desentrañó los misterios de la tierra y del hombre y puso a sus criaturas a representar la comedia humana que se vive en todas las atmósferas del planeta. Descubrió las costumbres y los mitos del campo, las creencias de la gente, sus pecados y candores, las trampas electorales, los abusos de patronos y gamonales. En tal forma se compenetró con la malicia indígena del campesino, con su sencillez y su filosofía, que terminó siendo un campesino más. El colorido de su obra, aun tratándose de los conflictos más serios, nace de la belleza del paisaje. Bien sabía él que los cuentos de aparecidos y almas en pena se desdibujan si no llevan un tinte de belleza; y si lo llevan, el mismo diablo se viste de fiesta.

Adiós al maestro

La muerte súbita lo sorprendió el 3 de abril de 1993. Dos meses atrás, cuando aún no había coronado los 83 años de vida (cumplidos en marzo), me confesó que el almanaque le pesaba. Y más que el almanaque —pensé yo, viéndolo tan lúcido en medio de su postración física— era el cansancio de vivir el que empujaba la hora final que con su proverbial malicia boyacense veía cercana. No sólo presentía la hora de la partida sino que añoraba el diálogo sin fin que había quedado trunco con su compañera eterna.

Al reclamarle su silencio de periodista en los últimos años, me repuso con una expresión tajante: «me jarté». ¡Se había cansado de escribir! Abandonó la pluma el día que asesinaron a Guillermo Cano, el 17 de diciembre de 1986. De esta manera demostraba su protesta contra el país violento que él creía superado, y que ahora veía desangrar como una vena rota en medio de la perplejidad pública y la impotencia oficial. Desde su apartamento de la capital, convertido en inmensa biblioteca como un oasis para sobrevivir, trataba de sosegar su frustración con la lectura permanente. Desde allí miraba con estupor a la Colombia actual dominada por la narcoguerrilla y destrozada por los malos gobiernos y los políticos inútiles.

Al acordarse de sus incursiones por otra Colombia, la de los conflictos político-religiosos plasmada en sus libros, pensaría que esta tierra está condenada a vivir eternamente con el Cristo de espaldas. Tipacoque, convertido en leyenda literaria al igual que Macondo o Comala, es símbolo del hombre. Del sencillo hombre de campo que sufre y sueña. La literatura de Caballero Calderón encarna el país pastoril —hoy arrasado por la barbarie—que trabaja el pan de cada día entre sudores y esperanzas.

Ensañada hoy la violencia en campos y ciudades, el personaje de Tipacoque, preocupado como siempre por los problemas sociales y políticos de la nación, sufría en silencio dolor de patria. Sentía que su lucha había sido estéril. ¿Por qué extrañar que una carretera fundamental dure 100 años en construcción, y falten otros 100 para concluirla? Cosa grave le sucede al pueblo cuando a los escritores públicos, dueños de la altura intelectual y moral de un Caballero Calderón, les da por callar.

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tantas veces transitó. Pidió que lo enterraran en la capilla de la hacienda. Deseaba volver a la tierra que inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de 30 libros (el mismo número de kilómetros que le faltaron a la carretera) entran a fecundar el mito que de ahora en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, también convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental.

A Tipacoque lo rodea por todas partes la grandeza del paisaje. Hasta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impenitentes que custodian el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo esperaban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, pero al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Sus cenizas, entre cánticos religiosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfilaron conmovidos ante la urna y allí depositaron los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaban desde la entrada del pueblo.

Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campesina cantada en sus libros, el maestro –humorístico y cariñoso como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 41, marzo de 1995.
(Una versión abreviada de este texto se publicó, en página de  El Espectador, el 3-IV-1994).   

 

Comentarios cerrados.