Las tres efes
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Fue el escritor Vargas Vila quien calificó a Bogotá de fría, fea y fétida. La óptica con que el terrible panfletista veía la ciudad a fines del siglo pasado, cuando el letargo y la neblina invadían el alma de sus moradores, parece que en muchos aspectos subsistiera en los días actuales.
Bogotá dejó su viejo ropón enlutado y ahora se viste de colores y se mueve con estrépito, sin dejar de ser una ciudad fría. No se trata sólo del frío del ambiente, que es insuperable, y que por otra parte no puede considerarse un defecto sino un estado apacible, sino del frío que se quedó en el alma de los bogotanos.
Lo proverbial cordialidad del cachaco, que en viejas épocas hizo de nuestra capital un sitio amable y cálido –a pesar de las bajas temperaturas del clima sabanero–, ha dejado de ser signo característico de nuestros días. Y es que el cachaco legítimo también ha desaparecido con el cambio de los tiempos.
A medida que la ciudad iba creciendo, los bogotanos raizales –los de las buenas maneras y la educación a flor de labios– se veían sustituidos por personas llegadas de todo el país. Hoy, Bogotá es un híbrido de costumbres, de estilos y temperamentos. Así despersonalizada, la vida metropolitana se tornó áspera y desapacible, por no decir que hostil. El trato acogedor fue desplazado por el ademán agrio y el comportamiento egoísta. Se reemplazó la afabilidad por la indolencia.
Bogotá no es fea. Por el contrario, es una de las ciudades más hermosas del continente. Su estructura arquitectónica la sitúa como modelo de urbanismo. De tanto crecer, no cabe en sus linderos. Ha crecido sin orden y atropellando los mandatos de la planeación. Admitamos que es una urbe descuidada y torpe en su progreso, que avanza a las buenas de Dios.
Esa dejadez la hace ver fea. El desaseo de las vías y la incuria ciudadana, que se suman a la ineptitud de la burocracia, son su peor lastre. Por doquier se encuentran basuras en revolución, casas en ruina, parques abandonados, falta de alumbrado público, cuadros de miseria. Esto para no hablar de las calles destrozadas y el vandalismo airado que se hermanan para romper la armonía estética que no cuidan ni propician las autoridades. La belleza de nuestra urbe está estropeada por la desidia oficial y la falta de civismo de la población.
La tercera efe es la más vergonzosa. El olfato se resiente con sólo anunciarla. Y más que el olfato, el orgullo que nos concede la categoría de gente civilizada. Bogotá, para hablar sin rodeos, es una enorme cloaca: hasta tal punto se halla invadido el ambiente por olores nauseabundos. Las normas mínimas de sanidad desaparecieron de los sitios públicos a merced de los excrementos contaminantes y la suciedad entronizada como norma de vida. Regueros de desperdicios, pordioseros malolientes, heces y miserias, como un borrón de la vida decente, mantienen deslucida la cara y ajada el alma de Bogotá.
Las autoridades no se preocupan por establecer letrinas en los parques, en los bancos, en los supermercados, en los negocios importantes, como sucede en las ciudades avanzadas del mundo. Las pocas letrinas que existen son focos de infección y suciedad. La gente del montón hace sus necesidades fisiológicas en cualquier parte. ¿Para qué las sanciones contempladas en el Código de Policía si lo que faltan son baños públicos? Si a Vargas Vila le olía mal Bogotá, ahora no hubiera resistido tanta fetidez.
Duele y apena mencionar estos lunares de nuestra amada metrópoli, que ha perdido los encantos de antaño por culpa del progreso falaz. Pero como la queremos y deseamos verla ordenada, limpia y esbelta, aquí queda este inventario de tristezas para tratar de superarlas.
El Espectador, Bogotá, 1-V-1993