La soledad de Juan Martín
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Nadie puede dudar de la rectitud de Juan Martín Caicedo Ferrer en su vida pública y privada. Es posible que se haya equivocado en algunos actos de su gestión como Alcalde de Bogotá, pero no se le puede imputar aprovechamiento del erario, como sí ocurrió con la mayoría de los concejales, que fueron a la cárcel y de allí regresaron a los pocos días al devolver los auxilios oficiales que habían quedado en su bolsillo.
A Caicedo Ferrer se le cobra el hecho de haber sancionado el acuerdo en virtud del cual los concejales distribuyeron para su propio beneficio, con aparentes fines sociales, una jugosa partida del presupuesto distrital. Ha sido esa la firma más dolorosa de su vida, y la estampó, aunque quede difícil creerlo, por amor a Bogotá.
En efecto, por hacerle concesiones a la clase política, que no quería dejarlo gobernar, terminó en la cárcel. De lo contrario le empantanan los ambiciosos proyectos que llevaba en marcha, como el de la avenida 30, hoy frenada al desembocar a la avenida 19, y que reclama con urgencia un puente elevado sobre la calle 100 para que la obra cumpla su finalidad de vía rápida.
Los ediles, al lavarse las manos como Poncio Pilato, salen de las rejas. Y el exalcalde, que no tiene las manos sucias y por lo tanto no dispone de dineros mal habidos para devolver, permanece detenido como chivo expiatorio. ¿Alguien entenderá semejante exabrupto? Se anuncia que en los próximos días será liberado de su cautiverio –junto con los exsecretarios de Hacienda Marcela Airó de Jaramillo y Luis Ignacio Betancur, otros chivos expiatorios–, y entre tanto ha caído un año de oprobio sobre el alma de los justos, mientras los verdaderos culpables alardean de gente honorable.
Con estos golpes judiciales de sensación pretende mostrarse las bondades de la nueva Constitución. «Estamos –dice Caicedo– en una situación en que la conducta formal, aquella que carece de motivación criminal, es investigada a fondo mientras que el delito real goza de impunidad. Tras haber escrutado todos y cada uno de mis actos sin que se sepa de qué se me acusa, sigo preso y sub júdice, y por supuesto no tengo ningún prontuario que responder».
A Caicedo Ferrer lo dejaron solo. Sus propios amigos y quienes más se beneficiaron de su administración, para no hablar de los 600.000 bogotanos que votaron por él, lo han olvidado. Habría que exclamar, parodiando al poeta: ¡Qué solos se quedan los presos! La fuerza aislante de las rejas conduce a las soledades del poder. A las soledades de la vida. Es entonces cuando el hombre de Estado, hundido en íntimas aflicciones, se duele de la ingratitud humana sobre las cenizas de la fama.
De haber continuado en la actividad privada, donde cumplió importantes realizaciones, otra hubiera sido su suerte. Allí lo esperaban superiores destinos. Pero por ser líder nacional, aceptó el compromiso de la vida pública. Llegó al Ministerio de Trabajo y desarrolló, en sólo siete meses, la labor que no habían cumplido en muchos años todos los ministros del ramo. A esta dependencia que se mantenía en crisis permanente le imprimió el dinamismo de la empresa privada. Con la ley 71 de 1988 –que en virtud de su propia autoría pasó a llamarse la Ley Caicedo– se dio un salto gigante en materia social, como respuesta a las angustias de los pensionados, de los que nadie se acordaba.
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Su Alcaldía, controvertida por haberse salido de los linderos comunes, acometió obras de alcance futurista. Esto no se ve muy claro en el momento, dentro del fragor de las pasiones públicas. Con criterio gerencial se propuso ejecutar proyectos de envergadura, cometiendo algunas alcaldadas para poder superar tantas ataduras que no dejan progresar al país.
Grave error dentro de las ficciones del poder, ya que de lo que más carece la administración pública es de gerentes, y a todos los redentores de la historia se les ha cobrado siempre su osadía. Pero obsérvese bien esto: por no manejarse hoy Bogotá con sentido gerencial, la ciudad está destruida. Caicedo Ferrer se equivocó en la elección de varios de sus funcionarios, y además la politiquería circundante pretendía mantenerlo maniatado.
Si cuando salga publicada esta nota el exalcalde respira ya los aires de la libertad, que sean bienvenidos, él y sus exsecretarios, a esta pacata sociedad, enredada por los jueces torpes, que pone a purgar justos por pecadores. Esta es Colombia: país de leyes, de yerros y resignaciones.
El Espectador, Bogotá, 27-IV-1993.