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Adiós al maestro

lunes, 12 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tan­tas veces transitó en vida. Esa carretera, sufrida como las penas eternas, no alcanzó a llegar pavi­mentada hasta su terruño. Faltan treinta kilómetros desde la salida de Susacón (y ha transcurrido un siglo construyéndola). Por consiguiente, Soatá, mi pueblo, continúa también sepultado en el polvo de la desidia oficial. Levantaron la maquinaria porque se acabó la plata. ¿Sorpren­derá esto a alguien? Así caminan en el país las obras públicas: a paso de mula, a ritmo de tortura.

Caballero Calderón pidió que lo enterraran en la capilla de la ha­cienda. Deseaba volver a la tierra que él inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de treinta libros entran a fecundar el mito que en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, tam­bién convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental. A Tipacoque lo rodea la grandeza del paisaje. Has­ta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impe­nitentes que vigilan el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo espera­ban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, y al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Hacía dos años no regresaba a sus lares. Desde entonces, a Caballero Calderón se le marchitaba todos los días la ilusión del retorno. Tal vez sabía que no iba a volver con sus piernas maltrechas, sino con el espíritu. La decrepitud del cuer­po, y sobre todo la soledad y el cansancio de vivir, apuraron la hora final.

Sus cenizas, entre cánticos reli­giosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfiló conmovi­da ante la urna y depositó los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaba desde la entrada del pueblo. Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campe­sina cantada en sus libros, el maes­tro –humorístico y cariñoso, como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Tras su muerte, es preciso con­servar su casa Santillana en Tibasosa, adquirida por el municipio para un centro de cultura, y que hoy se halla abandonada. Ojalá el doc­tor Belisario Betancur, presidente de la Fundación Santillana, impulse allí un museo para honrar la memoria del ilustre caballero de las letras. La hacienda de Tipacoque, declarada monumento nacional, y que hoy amenaza ruinas, reclama reparaciones urgentes. Que se aper­sone de ello el Gobierno Nacional.

El Espectador, Bogotá, 19-IV-1993.

 

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