Confesión de madrugada
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
Rodando, siempre rodando… Es mi destino. Mi vida, vagabunda entre burdeles, vicios y desenfrenos, ha hecho de mí, tu pobrecita Mónica, un guiñapo humano. Con ella jugaste un día a los primeros hallazgos del amor, en aquella lejana juventud que no dejaba presentir los reveses de mi mala estrella, y con ella compartiste los iniciales impulsos de una sensualidad sorpresiva y jubilosa, ¿te acuerdas, Diego Armando?
Tu primer beso fue perturbador y me dejó marcada para siempre. En tu mirada había fuego. Me miraste con fijeza, tal vez con súplica, y hoy no sabría explicar si tus ojos felinos estaban hechos para devorar o para adormecer. Tal vez para ambas cosas. Parecías una fiera en acecho, pero sonreías. Un rubor repentino te encendió el rostro. Luego buscaste mis labios. Me besaste con pasión y yo te correspondí con timidez y me entregué a tus deseos.
Permanecía frágil entre tu fuerte musculatura. Temblabas, y yo también temblaba. Sentía tu aliento en mi aliento, como si fuera mi propia respiración, y me presté a tus caricias, hasta las más íntimas caricias, que bullían en las profundidades de mi naciente erotismo como cascadas borrascosas.
Algo misterioso sucedió aquel día. ¿Habrás olvidado que era sábado por la tarde y que la lluvia nos hizo correr hasta la casa abandonada que surgió a poca distancia, donde nos guarecimos de la tempestad? Volviste a estrecharme en tus brazos, primero con suavidad y en seguida con ímpetu: saltaste de la ternura al arrebato. Mis senos, poros eróticos, se erizaron con tu primer contacto, y luego seguiste explorando otros territorios y haciendo brotar infinitas emociones.
Libre de ataduras permití que te recrearas en mi cuerpo, a tus anchas y bajo la complicidad de la lluvia; que me excitaras y me hicieras enloquecer con tus ardores. Así perdí la virginidad y comencé a ser mujer.
Nos seguimos viendo y nos seguimos deseando. Tú me asediabas y yo te correspondía. Y en cada nuevo encuentro algo diferente tenías de mí. Todo mi ser te pertenecía y yo no te negaba ninguna complacencia. Apenas tenías 20 años, ¿te acuerdas?, y yo no había cumplido los 17. Después te fuiste de mí, en silencio, y pasados los días me confesaste que no estabas preparado para asumir tu responsabilidad. Lo que te sobraba de fogoso te faltaba de hombre. Me pediste un plazo mientras organizabas tus finanzas en otra población, y yo te perdoné que fueras débil.
Al principio me escribías. Después te callaste. Sin embargo, te fui fiel durante los tres años de ausencia. Supe de tus enredos amorosos. Sufría con tu ingratitud y me dolían tus besos y caricias, que ahora dispensabas a otras mujeres. Cuando volviste, te hallé diferente. Te veías más apuesto, pero ya no eras lo mismo de apasionado. Algo te frenaba. Mi naturaleza ardiente se resintió con tu actitud pasiva. Había cambiado tu cara de niño perverso y ya no existía la misma mirada con la que me cautivaste el día de la entrega. En lugar de fuego encontré frialdad. Solo tres años te habían transformado.
Buscaste de nuevo relaciones íntimas y yo no te lo permití. No iba a convertirme en tu amante, en tu ocasional pasatiempo, cuando podía ser tu mujer legítima, la de todas las horas y todos los apremios. Quisiste poseerme por la fuerza, pero no lo lograste. Rechazarte fue un sacrificio, te lo confieso, pero debía saber emplear mis armas de mujer.
Entonces te pusiste furioso y me gritaste ¡puta! Lo repetiste muchas veces, con rabia, con bajeza, con venganza. Yo era la zorra, la perra, la perdida… ¿y tú? ¡Qué duras sonaban tus palabras y cuánto me hiciste sufrir! Dudaste de mi fidelidad y me inventaste amores secretos. Y de nuevo te fuiste, porque te esperaba la otra mujer. Eras veleidoso, Diego Armando.
Por despecho me entregué a tu primo Efraín, a quien le habías contado nuestras intimidades. Lo hice a la vista de todos, con jactancia, para que te lo dijeran, y desde entonces le perdí el miedo a la sociedad. Y comencé a rodar. Al año me cansó tu primo y lo cambié por otro hombre, mucho más hombre que tú y que él. Sin embargo, seguías vivo en mi pensamiento.
En mis noches de frustración cambiaba mentalmente las caricias que recibía, por tus propias caricias. Y muchas veces eras tú mismo el que me hacías el amor. Es aberrante admitirlo, pero era esta una manera de sentirte, de continuar atada a tu carne.
Un día regresaste de nuevo y yo ya me había marchado del pueblo. Preguntaste por mí con insistencia. No te importó saber mis malos pasos, porque todavía me querías. Te sentías culpable y venías dispuesto a reparar tu falta. ¿Por qué apareciste a estas alturas de la vida, cuando ya me había prostituido? ¡Pero fuiste tú, querido, el autor de mi deshonra!
Terminé en Bogotá en una casa de citas. Entre licor, droga, lesbianas atrevidas, hombres lujuriosos, orgías insaciables… –todo lo que quieras imaginar– me convertí en la mujer más audaz. Y en la más apetecida. Los hombres no querían sino acostarse conmigo. Y a mí sólo me importaba hacer de mi sexo una mina de oro.
Con el tiempo me descubriste. Entonces ya era la empresaria de mi propio negocio. Había ascendido en la escala de la prostitución. Los cuerpos más hermosos –conseguidos en Armenia, en Pereira, en Cali… – se hallaban en mi negocio. Sitio discreto y refinado, como te consta, que solo frecuentaban señorones de la alta sociedad. Por eso la tarifa marcaba duro. Al principio me causaste desconcierto. Pero pronto entré en confianza y acepté el trago que me ofrecías.
–Vengo por ti –me dijiste.
–¡Salud! –hice sonar los vasos.
–¿Me has oído, Mónica?
–Ahora soy Lety. Mónica murió.
Te paraste con ademán arrogante y yo te bajé los humos:
–¡Vete! –te dije con enfado–. Ya no te necesito. Me sobran hombres. Y fíjate bien: ahora soy la zorra, la perra, la perdida… que me gritaste un día.
–Perdóname, Mónica.
Me rogaste que te dejara pasar a la alcoba. Deseabas dialogar conmigo en tono confidencial, como viejos amigos. Te llevé a mi pieza. Y puse en la mesa una botella de champaña. Te vi emocionado. Yo también estaba emocionada. Y convinimos en que no hubiera reproches ni escenas. Al calor de la champaña quisiste besarme y yo te ofrecí la mejilla.
–¡Salud! –volví a alzar la copa.
–¿Me dejas besarte?
–No.
Oí los juramentos que jamás hombre alguno me había hecho. Estabas arrepentido, sin duda. Me necesitabas. Y me implorabas perdón. ¡Pero qué tarde lo hacías, querido! Me pedías que nos fuéramos a vivir al pueblo del sur donde residías, donde nadie nos perturbaría. Tu declaración fue sincera y me enterneció. Por poco me rindo a tus requiebros. Pero fui valiente.
–¿No me invitas a tu cama?
–¿Con quién te acostarías –repuse con sarcasmo–: con Mónica o con Lety?
–Con ambas.
–Perdóname –rematé con suavidad y dolor–, pero no es posible. El amor está muerto: tú lo asesinaste. Y si quieres sexo te conseguiré la muchacha más hermosa del establecimiento. Tengo una escultural de 17 años, como te gustan…
Te insinué que habíamos terminado. Y como cosa rara, te mostraste sumiso y te dispusiste a marchar.
–Volverás a tener noticias mías, Mónica. No te lo había anunciado, pero vine expresamente a celebrar tu cumpleaños (y esta vez me conmoviste, querido). De ahora en adelante continuarás recibiendo mensaje mío en cada cumpleaños. Solo en caso de que muriera no te llegaría mi felicitación. Ya sabes dónde resido. Allí estaré esperándote.
Tomaste la calle. La lluvia menuda te hizo apurar el paso. Quedé extenuada. Veinte años –¡qué horror!– habían transcurrido desde el día, también lluvioso, en que me entregué a ti.
–Espera –grité, alcanzándote. Y te di un beso veloz en los labios, al tiempo que murmuraba–: las putas también sienten y sufren…
Apenas lograste reaccionar cuando yo ya me había esfumado. Nunca sabrás que lloré el resto de la madrugada. Quizá tú también lo hiciste al quedarte solo en la esquina.
Pero por nada del mundo iba a volver contigo. La vida, Diego Armando, nos había estropeado. Ya éramos dos seres irrecuperables para el amor mutuo. Tempranas ojeras y recónditas penas, estimuladas por el licor, la droga y las bacanales, comenzaban a ajar mi rostro. Mis emociones, mis auténticas emociones, ya no existían. Ahora era la diosa del sexo, la gran empresaria de la clandestinidad, por quien los hombres quemaban fortunas.
Por eso rumio ahora mis pesares. Por eso estoy borracha. Recuerdo que cuando por primera vez pisé una casa de citas encontré en la puerta una bombilla de luz roja. Aquello me impresionó. Alguien me explicó que ese era el distintivo de la prostitución por ser el color de la pasión. La carne, la sangre, los instintos son rojos. La luz roja quedó desde entonces encendida en mi cerebro. Es el sello de mi profesión. Y siempre que miro con melancolía esa lucecita que mantengo prendida en el recinto de mis concupiscencias, donde tú quisiste acostarte conmigo, siento que algo se alborota en mi interior.
No te permití que me poseyeras en semejante escenario, tal vez por decoro, ¿sabes?, porque también las prostitutas tenemos principios. Tú mismo, como autor de mi primera experiencia sexual, que a la larga sería mi mayor frustración, estás asociado con esa luz roja.
Hoy lloro mis desventuras en esta madrugada de nostalgias. Estoy sucia de hombres y podredumbres y ya nada me falta por conocer en la cadena de eternas orgías donde noche tras noche vendo mi cuerpo entre licores y aberraciones.
Cada hombre es un mundo. O mejor, un infierno. Todos quieren cosas nuevas en el amor, actos extravagantes, y a todos hay que complacerlos, así te repugnen hasta el infinito las propuestas que te hacen. Hay momentos en que ya no te perteneces y no puedes negarte a los mayores excesos, porque para eso te pagan. Desde que le pongas tarifa a tu cuerpo debes obedecer. Tu cliente es el que manda.
Cierras entonces los ojos, o los mantienes bien abiertos, como lo prefieras, y te hundes, sin poder evitarlo y además sin gozarlo, en los abismos de la pasión ajena que tú, tonta muñeca de placer, avivas con tu equívoca colaboración. No todas las mujeres de la vida alegre somos indecentes, ¿me lo creerás? Algunas somos románticas. Románticas, Diego Armando.
Y si por lo menos pasara rápido el acto repugnante. Pero hay hombres rastreros, dominados por los peores instintos, que te tocan por todas partes, te colocan en cuanta posición han aprendido en el cine porno, te lastiman, te rebajan a la condición de animal. Y no se conforman con hacer lo que quieran en tu cuerpo siempre disponible y siempre humillado, sino que te obligan a las más sórdidas concupiscencias. Hay hombres que apestan. Así, tu pobrecita Mónica, a la que convertiste en la Lety del sexo, camina arroyo abajo hacia su destrucción.
–¡Más trago, cantinero!
¿Pero sabes una cosa? He decidido ir a buscarte. Quizás aún no sea tarde para recomponer mi vida. Sí, por Dios que lo haré mañana. Vives solo y me necesitas. Yo te añoro. En el pueblo no nos conocen. Así quedará fácil borrar el pasado. ¿Pero qué barbaridad estás diciendo, Lety? ¿Acaso el pasado se puede borrar? En fin, querido, tomaré la maleta y te llegaré de sorpresa. Mañana es mi cumpleaños. Es posible que todavía resucite Mónica… ¿Por qué no lo intentamos?
Cumplí el plan. Soy mujer decidida. Te llegué sin avisarte, como lo había programado, porque además quería hacer emocionante el encuentro. En mi maleta llevaba una botella de champaña para que festejáramos mi cumpleaños. Tal vez para que selláramos nuestra unión definitiva. Pero no te encontré, querido.
–Perdone, señora, pero el señor murió hace tres años –me dijo una mujercita mientras me repasaba con curiosidad.
Dejó que me repusiera de la sorpresa y prosiguió:
–¿Su nombre es Mónica?
–Sí.
–Lo adiviné. Es usted la misma de la foto que el señor mantuvo siempre sobre la mesa de noche. Siento darle esta noticia.
–¿Era usted su amante? –le pregunté.
-No. Yo le tenía arrendada la pieza.
La dejé hablando sola y me alejé. Recordé que no había vuelto a recibir tus mensajes el día de mi cumpleaños. Tres años exactos hacía que no te comunicabas conmigo. Sentí los ojos humedecidos. Una luz roja –intensa y dolorosa– volvió a encenderse en mi cerebro.
Y aquí me tienes, en esta nueva madrugada, pensando en lo que ya no es posible.
Revista Aleph, N° 105, Manizales, abril-junio/1998.