Tierra de leones
Por: Gustavo Páez Escobar
Novela escrita en 1983 por Eduardo García Aguilar, oriundo de Manizales y residente hace varios años en Méjico. La obra fue reeditada a fines de 1997 por el Instituto Caldense de Cultura, cuyo director, Carlos Arboleda, expresa lo siguiente en las palabras del prólogo:
«Para Eduardo García Aguilar Manizales es una ciudad que existe debido al desvarío de sus fundadores. Se le antoja alucinada en el vértigo de la montaña y le parece significativo que se haya erigido un panóptico al pie de su cerro tutelar, el Morro de San Cancio, al cual se asomaron los primeros colonos como intuyendo que en ella iba a levantarse un cerro mayor, como monumento al oscurantismo y a la ‘caverna’, la Catedral de Manizales».
En estas palabras de Arboleda queda definida la intención del novelista y localizado el escenario de la obra. Obra que en lenguaje vehemente e irónico describe la identidad de Manizales, desde su creación en las laderas del volcán –lugar inhóspito y agresivo que no puede corresponder a un razonable planeamiento– hasta los días de su mayor esplendor social y cultural, donde surge la figura legendaria de Leonardo Quijano, intelectual fracasado y espíritu burlesco que parece deambular aún por las calles congeladas de su esclarecida urbe.
Leonardo Quijano, de noble cuna, tuvo también su época de resplandor como personaje local en época de fulgentes bohemias y ensalzados abolengos. Hijo auténtico de la ciudad, representa a la clase prestante que en la atmósfera de la política y de los clubes lleva el privilegio de los altos designios que parece no han de terminar nunca. Pero no: ausente de la ciudad por varios años, cuando regresa a ella, decaído por las fatigas de la vida, y logra que el gobernador Rebolledo lo nombre secretario de Bellas Artes, descubre que ni Manizales ni él son los mismos.
Todo está cambiado. O acaso todo en el pasado era diferente de como él lo había visto con otros ojos, y ahora descubre que la transformación negativa que lo trastorna, define la verdad de su tierra. Al no ser el Quijano de otros días, recorre pesaroso las calles y se tropieza con ruinas y desencantos, hasta determinar que se encuentra ante el hundimiento inevitable. De él y de su solar nativo.
Y empieza, con la memoria retrospectiva, el juicio severo de su entorno. Ya los fundadores no son los grandes prototipos de la historia; la clase dirigente ha carecido de propósitos de civilización; la religiosidad ha creado almas pacatas y voluntades inanes; la monumentalidad (plasmada en la soberbia catedral y en otras obras suntuarias y de relumbrón) es un espejismo; la cultura, de que tanto se jactaron en el pasado los grecolatinos, es un embeleco; Manizales, en fin, opaca y desfigurada, oscila en el precipicio.
Quijano, intelectual decadente y frustrado, se mueve en la novela como espíritu delirante que no quisiera admitir la realidad implacable. Regresa de sus viejas glorias y se estremece ante la urbe ignorada. Entre trago, sexo y desvaríos, sus lares se desfiguran y terminan convertidos en un símbolo. También él es símbolo del pasado irrecuperable. Siente que la ciudad lo olvidó, y vuela como fantasma que debe regresar a la oscuridad.
Novela dura y crítica, de realidad y demencia, perturbadora e irreverente, y al mismo tiempo de un verismo inocultable para cualquier sociedad. Es la divagación metafísica de un hijo notable de Manizales que quiere su ciudad e invita a reflexionar sobre su pasado, presente y futuro.
Este libro de García Aguilar recuerda otra obra memorable: Manizales bajo el volcán (1991), de Hernando Salazar Patiño. Ambos autores, oriundos de Manizales y críticos de su entorno, coinciden en que el paisaje de la ilustre ciudad se ha oscurecido. Y es preciso despejarlo.
La Crónica del Quindío, Armenia, 1-VI-1998