Una gran esperanza
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Nadie duda de las calidades del doctor Jaime García Parra como persona emprendedora que ha dejado huella de progreso en cuanta posición ha desempeñado. Su vocación de servicio al país lo ha llevado a puestos claves de la economía, las finanzas y la diplomacia, donde ha sobresalido por su criterio gerencial. Se ha mantenido alejado de las vanidades publicitarias y los apetitos burocráticos, sin dejar de poseer una imagen sólida como hombre de Estado, que lo es por excelencia, y una clara identidad como miembro de partido.
Su figura, que se pone de actualidad con la exaltación que hizo de sus méritos el doctor López Michelsen, sale prístina a la opinión nacional. Es de esos colombianos recatados y al mismo tiempo brillantes que inspiran, por sus actos y su credibilidad, espontáneas simpatías. Como desconoce la demagogia y no se ha dejado desviar por la pasión sectaria, y además ha dado muestras de independencia y de firmes principios éticos, su nombre penetra sin dificultad en grandes sectores ciudadanos que reclaman, en la campaña presidencial que se inicia, una tabla de salvación.
García Parra, como lo define alguien, es un técnico con amplia trayectoria política. Por política se entiende todo lo concerniente al hombre como ser social, cuya vida está regida por derechos y deberes y orientada por normas morales. Bien distinta es la politiquería (cáncer que corroe al país), que es la degeneración de la política mediante el empleo de sistemas viles y corruptores. Oportuna esta diferencia a propósito de García Parra, cuyo nombre, que se halla por encima de afanes mezquinos, despierta interés para la búsqueda de soluciones nacionales.
El ciudadano mira con angustia el porvenir. Le duele la suerte de la patria y su propio malestar. Vive frustrado de los partidos y de los políticos –en su mayoría politiqueros irredimibles– y trata de encontrar, entre tanta tiniebla, una luz de esperanza. Elección tras elección escucha las mismas palabras y las mismas promesas falaces, y más tarde descubre el eterno engaño con que lo explota la clase dirigente. Conforme pasa el tiempo, es más evidente la distancia entre quienes todo lo poseen y los que sufren desamparo social. Por eso, la mayoría de los colombianos no tienen (no tenemos) candidato presidencial.
Cuando aflora en el juego de las posibilidades una opción seria como la de Jaime García Parra, hay lugar al entusiasmo. Es una carta con futuro político, y en ella habrá que meditar. Como impulsor de la legislación petrolera en el gobierno de López Michelsen afianzó la riqueza nacional. A Acerías Paz de Río, empresa quebrada durante años, la colocó entre las más rentables del país. Como ministro de Hacienda en el gobierno de Turbay Ayala cumplió excelente manejo de la política cafetera, lo que le hizo ganar la Cruz de Boyacá. Con estas realizaciones se sitúa en el más alto nivel como líder indiscutible de la economía colombiana.
En el campo diplomático e internacional, donde se ha desempeñado como ministro plenipotenciario ante la Organización Mundial del Café, director ejecutivo del Banco Mundial, embajador ante la Gran Bretaña y embajador actual en Washington, le ha dado prestigio a Colombia. Existe en él esta característica poco común: sobresale en cualquier puesto.
Si se lanza al ruedo político, como es lo deseable, romperá el hielo que invade a los colombianos. La gente, cada vez más apática, no vislumbra un horizonte promisorio. No tiene ganas de votar. Hay demasiada contaminación de vicios políticos, muchas ambiciones, muchas pugnas entre personas y entre partidos, y poco talante (palabra tan del gusto del doctor Gómez Hurtado). Se echa de menos un verdadero candidato nacional que aglutine la opinión pública y canalice los votos inconformes. Ojalá ese candidato fuera García Parra. Hay que oírlo.
El Espectador, Bogotá, 28-I-1993.