El constituyente quindiano
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Parece que Jorge Arango Mejía, uno de los nueve miembros de la Corte Constitucional, se hubiera preparado toda la vida para magistrado. Las leyes han sido su pasión. Lo conocí entre códigos, hace más de treinta años, en la ciudad de Cartagena. Allí fue a dar desde su tierra quindiana, recién salido de la universidad, como abogado del Banco Popular. Es posible que este cargo no aparezca hoy en su hoja de vida por haber sido demasiado fugaz. A mí me permitió apreciar en el joven profesional su mente despierta, su carácter vigoroso y su simpatía confortante.
Regresó a Caldas, que entonces no había sido segregado en los tres departamentos actuales, y comenzó a actuar en la judicatura. Pasado el tiempo, cualquier día fui sorprendido con su nombramiento como Alcalde de Armenia. Se me ocurrió pensar que el amigo lejano se había desviado de su camino de leyes para incursionar en la política. Supe después que se había asociado en Manizales con un abogado eminente y que su nombre figuraba entre los profesionales más destacados de la ciudad.
En 1969, cuando llegué a Armenia como gerente del Banco Popular, Jorge Arango Mejía era el gobernador del Quindío, que se había constituido como departamento tres años atrás. Encuentro alborozado, después de nuestra fugaz amistad en las playas de Cartagena. A su retiro de la Gobernación, regresó a su bufete y en poco tiempo volvió a consolidar su prestigio como hombre de leyes, que esa ha sido su esencia vital. Como mi estadía en el Quindío fue larga, me correspondió presenciar su desempeño exitoso como litigante y asesor de diversas empresas.
Su permanente vida de estudio le ha conquistado amplio bagaje intelectual, no sólo en las disciplinas del Derecho sino en la cultura general. Lector de los clásicos, amante de la música inmortal y de todas las manifestaciones del arte, en 1983 le tocó en suerte, en otro entreacto de su ejercicio profesional, trasladarse como embajador a Checoslovaquia. En Praga, que es una montaña cultural, sobresalió como diplomático de altura y allí acrecentó, mientras le daba brillo a Colombia, su formación humanística.
La política la ha entendido como vocación de servicio, y con esa norma se apartó del sentido clientelista –o mercantilista, que es lo mismo– con que se ha degradado el noble postulado. Antes de su viaje a Checoslovaquia enarboló en el Quindío la bandera llerista de la moralización. En su tierra –tan dada a los cacicazgos– libró recias batallas por la purificación de las costumbres, y a la postre perdió la curul parlamentaria por menos de 50 votos. Es lo que les pasa a los hombres rectos en la política colombiana: pierden sus batallas a manos de la mediocridad.
Pero Jorge Arango Mejía no ha perdido la batalla de los códigos. Al revés, le ha llegado la hora de demostrar sus amplios conocimientos jurídicos. Lo que ha dado en llamarse por estos días la politización de la justicia no tiene validez en su caso. Es él, ante todo, un disciplinado del Derecho, dotado de probada pulcritud y gran independencia, y como tal fue nominado para la alta investidura por la Corte Suprema de Justicia.
Apasionado de los temas constitucionales (vale la pena mencionar un texto suyo: La Constitución de 1991: ¿ilusión, sueño o pesadilla?), le ha llegado su hora. De su desempeño queda pendiente el país, y sobre todo el Quindío, región olvidada por el poder central, y que al fin logra, por méritos propios, nota de excelencia.
El Espectador, Bogotá, 19-XII-1992.