En las selvas del Putumayo
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
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Cuando el avión de Satena se halla próximo a aterrizar en Puerto Leguízamo –la pequeña población que recuerda el conflicto con el Perú en los años 30– me vienen a la memoria mis ya lejanas aventuras en la selva. Por extraño designio, en 1958 fui a dar a aquel paraje perdido en lo más profundo de la Amazonia, donde permanecí, como funcionario del Banco Popular, por espacio de un año. Allí conocí al médico legendario Tulio Bayer, que dirigía por aquella época –desterrado de Manizales por sus iniciales ímpetus revolucionarios, después de haber sido secretario de Salud Pública del municipio– el Centro de Salud del puerto, entonces un caserío miserable que recuerdo como una calle larga cubierta de barro a toda hora.
Y sobre esa calle llovía todos los días. El barro y el agua son las imágenes más nítidas que conservo de Puerto Leguízamo. Para hacer posible la existencia en el poblado era preciso, en primer lugar, poseer alma poética y fibra de quijote, como Bayer y yo las teníamos; y luego vivir provistos de botas pantaneras para atravesar los lodazales formados por aquel diluvio eterno. Me parece ver a Bayer, con sus dos metros de estatura y su rostro de cera, recorrer todos los días, como un gigante fantasmagórico, la distancia entre la Base Naval, donde residíamos como huéspedes privilegiados, y su sitio de trabajo.
Tulio Bayer se había escondido en la selva huyendo de la civilización. Cuando se sintió acorralado por los poderosos, solicitó en el Ministerio un puesto de médico rural en el sitio más remoto y más olvidado, y se marchó a Puerto Leguízamo. Pasaba por un ser misterioso y excéntrico, tal vez un personaje extraído de alguna novela de aventuras, y nadie llegó a sospechar que allí se escondía el científico graduado en la Universidad de Harvard.
Usaba en sus excursiones de pesca y cacería las flechas envenenadas de los indios, y a los nativos les curaba las enfermedades con las drogas mágicas que ellos suponían extraídas de las propias plantas medicinales de la selva (el yagé, el chuchuguasi, la balata, el ambil, la corteza de palo coral…) Bayer y yo nos entendimos a las mil maravillas, unidos por el misterio de la selva y por la afinidad –todavía sin descubrirse– de nuestro futuro de escritores. El médico comenzó a escribir allí su novela Carretera al mar, que años más tarde por poco se lleva al cine mejicano.
Ahora, mientras el avión toma la pista, siento un cimbronazo en el alma. Estoy emocionado con mi vuelta a la selva mítica. El viejo aeropuerto que conocí, tal vez el más peligroso del país, que se deslizaba por una malla de acero para sostenerse sobre las raíces de la densa vegetación, ya desapareció. Hoy existe un campo moderno, construido en 1988, al que la Armada le presta mantenimiento. En mis tiempos sólo había dos vuelos semanales de Avianca. Hoy viajan las empresas Aire y Satena (con excepción de lunes y viernes).
Ahora las calles están pavimentadas y el pueblo muestra diferentes signos de progreso. Ya se borraron los lodazales intransitables para dejar atrás el caserío de antaño. Regreso a comparar la época vieja con la actual. A medida que vuelva a pisar el barro que abandoné hace 34 años, surgirán en estas crónicas distintos perfiles sobre una frontera exótica y encantada que deben conocer los colombianos.
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La vida de Puerto Leguízamo gira alrededor de la Base Naval. Sin ella seria un pueblo muerto. Del estrecho caserío que conocí hace 34 años, conformado por una población insignificante, al municipio actual de 17.000 almas, hay una diferencia enorme. Al recorrer el pueblo, hallo construcciones modernas, almacenes, droguerías, salones de belleza, panaderías, muchos bares (signo inequívoco de los puertos), pensiones, iglesia amplia y cura abierto, adecuada plaza de mercado…
Me sorprende la tasa estudiantil: cerca de 2.000 alumnos matriculados en cuatro establecimientos, uno de ellos excelente –con 800 alumnos–, dirigido por hermanas de la Presentación. Todo esto es progreso.
La jurisdicción de la Fuerza Naval del Sur, cuya sede es Puerto Leguízamo, abarca un territorio de 34.000 kilómetros. Su objetivo, según me lo indican el comandante de la Fuerza y el jefe del Estado Mayor, capitanes de navío Luis Guillermo Zabala y Jorge Alberto Páez, es mantener el control y la seguridad en los ríos navegables de la vertiente del Amazonas, contribuir al desarrollo regional y garantizar la soberanía nacional en las fronteras. La presencia en los ríos se cumple con buques tipo cañonero, lanzas patrulleras y remolcadores. En el astillero naval se reparan unidades fluviales, particulares o militares, hasta de 300 toneladas.
La Base Naval, donde trabajan más de 200 civiles, representa la principal fuente de empleo. Muchos pensionados se quedan a vivir en el pueblo y allí montan sus propios negocios. En una u otra forma, todos en Puerto Leguízamo son hijos agradecidos de la Armada. Así me lo comentan diferentes personas con quienes converso durante mi estadía.
Pregunto por el hospital flotante de mi época, que funcionaba en un buque maltrecho que perteneció a la oligarquía cauchera. Hasta recuerdo su nombre: Jamary. Murió de viejo y lo remplazó un joven hospital. En el perímetro urbano –o sea, por fuera de la Base, donde se hallaba encallado el Jamary– está construido el nuevo hospital, considerado la obra de mayor contenido social, como lo aprecio en la visita efectuada a su sede.
Su director, el médico de la Armada Fabio Carmona, me revela datos interesantes. En primer lugar, el del presupuesto, que es de 400 millones al año, asumido por partes iguales entre el Ministerio de Salud y la Armada. La consulta médica y la droga son gratuitas para los indígenas, y a la población civil se le cobran precios reducidos. Los servicios son fundamentales: medicina general y preventiva, cirugía, rayos X, odontología, laboratorio, farmacia, maternidad, urgencias. Además, hay organizados numerosos puestos de salud a lo largo de los ríos.
A 25 kilómetros queda el corregimiento de La Tagua, donde está acantonada una base militar del Ejército. Sobre esta carretera Tulio Bayer expresó lo siguiente en 1958, en su libro Carta abierta a un analfabeto político: «Conocí la carretera Puerto Leguízamo-La Tagua, sobre un resbaladizo barro amarillo, carretera que no está hecha, pero que ha costado hasta ahora un millón de pesos por kilómetro». Hoy la carretera se halla pavimentada por completo, y la obra la adelantó personal de la Armada y del Batallón de Ingenieros Codazzi.
La selva húmeda que en lejanas aventuras fantásticas transitamos Tulio Bayer y yo, expuestos a las mordeduras de la coral, la pelo de gato, la veinticuatro, la podridora, la matiguaja –y tantas otras culebras que no recuerdo ni deseo volver a torear–, tiene hoy otro semblante. Me gustaría contárselo a Tulio Bayer, el gran crítico social, con quien compartí una íntima amistad en el barro amazónico. Más tarde escogió él los caminos de la revolución. Me gustaría, repito, contarle la realidad actual. Pero Bayer murió en París, con aguacero, hace 10 años.
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La alcaldesa de Puerto Leguízamo, Berenice Rojas, y el asesor de la Alcaldía, Jaime Ramiro Ordóñez, me comentan que la planta de tratamiento de agua y el alcantarillado constituyen las mayores necesidades públicas, cuyo costo es de $800 millones, que el municipio se propone acometer en breve plazo. Entre la Armada y la Alcaldía se mantienen excelentes relaciones, que se traducen en diversas obras sociales. El pueblo cuenta con televisión y oficina de Telecom, y aspira a que el servicio de la parabólica que funciona en la Base Naval, donde se reciben los dos canales nacionales y ocho extranjeros, se extienda a la población civil.
La pista del aeropuerto, que en el pasado sufrió algunos deterioros por el peso de los aviones Hércules, hoy se encuentra en buenas condiciones generales y va a ser mejorada. El día de mi regreso a Bogotá, el aterrizaje de cuatro aviones –el Hércules, el de Aires, uno de la Policía y otro de Líneas Aéreas Suramericanas, cargado de pescado– pone de presente, como si se tratara de un aeropuerto internacional, una evidente transformación.
En mis tiempos la comunicación con el resto del país era tortuosa. Por eso, al sitio lo apodábamos Puerto Lejísimo. Cuando alguien se marchaba, sus amigos, dándose de guapos y con cariñoso tono de reproche, le gritaban a voz en cuello en el momento de subir por la escalerilla del avión: ¡Corrido…! Este mismo grito, que en el fondo era una despedida sentimental de la selva, más tarde lo escucharíamos los valientes que también emigrábamos hacia otros horizontes.
El recibo de la correspondencia era espectacular en razón de la ansiedad que se acumulaba por el escaso transporte aéreo. Martiniano González, jefe de Avianca, recogía la tula en el aeropuerto y todo el pueblo lo seguía hasta la oficina postal. Como un mago siona, carijona o huitoto (los primeros pobladores del Putumayo), Martiniano pregonaba los nombres de los privilegiados, y de cualquier sitio de la multitud salía esta voz emocionada: ¡Pásela…! Y la carta, de mano en mano, llegaba hasta el afortunado destinatario. No recibir correo correspondía a un signo de abandono e infelicidad.
Todo esto lo recuerdo ahora mientras recorro las calles actuales del pavimento y la civilización. Y me acuerdo, a bordo de una embarcación por las tranquilas y poéticas aguas del Caucayá, donde abundan los delfines rosados, de mis travesías con el médico y con oficiales de la Base Naval por aquellos ríos del silencio y la fascinación, en persecución de emociones fuertes, o sea, en pos del infierno verde, así llamado por el zumbido desesperante de los mosquitos bajo aquellos soles caniculares.
Me parece escuchar el rumor de la selva insondable cuando la profana el hombre. A mis oídos llega el eco de la cruel y sanguinaria Casa Arana, que en el pasado, víctima de la voracidad cauchera, protagonizó uno de los mayores oprobios de la historia colombiana; y en el presente me estremezco, durante los días de mi permanencia en el puerto, con la masacre salvaje –no de la selva, sino de las fieras humanas– de 26 humildes policías, guardianes de la riqueza nacional, en los campos petroleros de Orito.
La parte final de estas crónicas viajeras se dedicará a recordar los nombres de los héroes del conflicto con el Perú en la década de los años 30. Esos héroes olvidados –entre ellos, cómo no, el buque Cartagena, autor de la toma de Güepí- merecen honores de la patria en estos momentos en que los apátridas buscan destruir el alma de Colombia.
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Hace 60 años, el primero de septiembre de 1932, se prende el polvorín de la guerra con el Perú. Aquel día las tropas peruanas se toman el puerto de Leticia, que se halla desguarnecido a pesar de los insistentes rumores que corren sobre la invasión. Las autoridades colombianas son depuestas de sus cargos. La acción extranjera busca, lesionando los legítimos derechos de Colombia, apoderarse del trapecio amazónico. El acto de agresión representa una afrenta para nuestro país ante el mundo entero.
En el Senado de la República, ese mismo día, se escucha de repente la voz ciclópea de Laureano Gómez, que clama luego de leer un mensaje que acaba de recibir: «¡Paz… paz… paz en el interior. Guerra… guerra… guerra en la frontera!». Los dos países se lanzan a la contienda bélica en las aguas fronterizas. Las tropas peruanas se fortifican en Güepí. Y las colombianas, en Puerto Leguízamo, así bautizado más tarde en homenaje al soldado Cándido Leguízamo, quien en acto heroico ofrenda su vida en defensa de la soberanía nacional.
El enfrentamiento armado sigue durante los años 1932 y 1933. A la postre, el conflicto jurídico es resuelto a favor de Colombia por el Tribunal de Ginebra. En mayo de 1934 se firma el protocolo de Río de Janeiro que pone fin al litigio reconociendo los derechos colombianos.
En momento crucial, el buque Cartagena avanza por el Putumayo. El poderío naval se arrecia en cercanías de Güepí. El disparo de los proyectiles hace trepidar la tierra y estremecer la selva. Los fuegos de ambas partes son encarnizados. Los aviones colombianos siembran el desconcierto. Pero el contrincante no se rinde. Finalmente, el buque Cartagena consigue la hazaña: la plaza fuerte de los peruanos queda derrotada. Allí se planta nuestro pabellón nacional.
Hoy, el buque glorioso, invadido por la maleza, yace a orillas del río Putumayo dentro de las instalaciones de la Base Naval. El héroe olvidado merece ser trasladado, con los condignos honores, al museo naval de la ciudad de Cartagena.
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Muchos colombianos caen abatidos por las balas enemigas. Lo mismo sucede en las filas peruanas. Son los héroes anónimos de todas las guerras. La selva amazónica se tiñe otra vez de sangre, como a comienzos del siglo había ocurrido con el pavoroso drama de los caucheros –en los sitios de La Chorrera y El Encanto–, que inspira a José Eustasio Rivera para escribir La vorágine. El novelista se basa en muchos testimonios históricos, entre ellos, El libro rojo del Putumayo (Bogotá, 1913).
Tres colombianos se llenan de gloria en aquella batalla de ingrata recordación. Son los soldados Cándido Leguízamo, Juan Solarte Obando y José María Hernández. Leguízamo, herido de gravedad luego de eliminar a tres de sus atacantes, es trasladado a un hospital de Bogotá, donde fallece pocos días después. Solarte cubre con su cuerpo el cañón de una metralleta para evitar la muerte masiva de sus compañeros. Su cuerpo termina destrozado por la ráfaga incontenible. Hernández, a quien se tortura en busca de información, es fusilado en Iquitos ante una multitud delirante.
A la plataforma se le conduce con los ojos vendados, y se niega a sentarse porque desea recibir la muerte de pie. La descarga de la fusilería le abre el corazón. Todavía vivo, hace esfuerzos para rociar con su sangre la cara de sus verdugos. Y muere, lo mismo que sus otros compañeros sacrificados, con el grito fortalecedor de «¡viva Colombia!».
El Espectador, Bogotá, 1, 2, 8 y 10-XII-1992.
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Misiva:
Al terminar la serie de artículos sobre el Putumayo en el diario El Espectador, particularmente grato para mí presentarle un cordial saludo tanto de felicitación por lo acertado de sus comentarios, como de agradecimiento, por haber hecho conocer de tanta gente el alcance de las actividades de la Armada Nacional en estas apartadas regiones del sur de Colombia.
Es indudable que el conocimiento que muestra de esta región treinta años antes, y luego su presencia en una fecha reciente, le dan la autoridad suficiente para poder expresarse en la forma que lo hizo, distinto a como lo puede hacer una persona ajena a la región y que en dos o tres días, orientado por oscuros intereses o personajes, desdicen o mejor echan por el suelo la participación de una institución como lo es la Armada Nacional a lo largo de medio siglo en esta lejana pero bella selva colombiana.
Quiero también presentar en nombre del señor comandante de la Armada Nacional este saludo de agradecimiento, extensivo a las directivas del diario El Espectador, por este aporte que hace como buen colombiano, en un momento como este en que el país lo necesita, ya que antes de hacer críticas injustas e infundadas, que siembran inconformidad generando rencores y odio, debemos enfatizar las acciones positivas del Estado, conduciéndonos a un clima de paz y concordia, que tanto anhelamos. Luis Guillermo Zabala Correa, capitán de navío. Comando Fuerza Naval del Sur, Puerto Leguízamo. (Carta del Día, El Espectador, 30-XII-1992).