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GOG: entre el silencio y la gloria

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(En el primer aniversario de su muerte)

El mejor homenaje a Gonzalo González Fernández (GOG) se lo dio la muerte. Fue preciso que muriera, el 12 de mayo de 1992, para que el país celebrara su silenciada celebridad, la que, dada su elegante y abrumadora mo­destia, no permitía que se exhibiera ante nadie. Rehusó siempre los hono­res. Y se aplicó el verso del regocijo: “¡Qué descansada vida la que huye del mundanal ruido!».

Como gozaba con la sencillez y rechazaba la notoriedad, supo esco­ger su puesto de privilegio en la vida: el de la discreción. Fue ser tacitur­no, y de esta manera negó el trópico de su pueblo natal (Aracataca) y la algazara de Barranquilla, donde pasó su niñez y parte de su juventud.

En Bogotá, donde se graduó de abogado, es posible que el frío glacial y el gris melancólico le hubieran adormecido el alma. En este ambiente de recogi­miento desarrolló su vocación de humanista y forjó su mundo espiri­tual. Se volvió artesano de la palabra. Al principio elaboraba, con invencible timidez, cuartillas recelo­sas que había pulido una y otra vez y que no se atrevía a enviar a los periódicos. Conforme progresaba en el arte de escribir, más temeroso se volvía de las imperfecciones idiomáticas y más avanzaba en su camino cultural.

Y de tanto exigirse, mayor dominio adquiría como autor de páginas suel­tas, publicadas con honores en co­lumnas hoy olvidadas de revistas y periódicos. Al tiempo con la lectura y la escritura atendía la cátedra universitaria, y gozaba en sus momentos de expansión –entre can­ciones, guitarras y acordeones– de las  tertulias bohemias, que sólo compartía en momentos especiales con amigos íntimos. Fue discreto en todo: en la amistad, en la bohemia, en la literatura, en la vida.

Parecía un caballero inglés, sigi­loso y refinado. Con su noble porte –un poco a lo quijote y un poco a lo gentleman– se movía con los visos del soñador, el dandy y el intelectual. Su innata amabilidad le hacía ganar rápido amigos y adhesiones. Quienes distin­guen a la gente más por el cerebro que por la apariencia, y más por la naturalidad que por el alboroto, sa­bían que allí residía un ser superior

A la postre se consagró como filólogo, gramático, crítico literario, maestro del idioma y periodista de la mejor estirpe. Era tanta su simplicidad, que hasta su propio nombre, que le parecía pomposo e interminable, lo redujo a tres letras. Y lo hizo famoso. Esto parece arte de magia.

Mi recuerdo de GOG data de 1971. Entonces dirigía él las páginas del Magazín Dominical de El Espectador. Allí nació mi carrera literaria, estimulada por el lejano maestro que sabía hallar en cualquier lugar del país el signo del escritor en cierne. Le envié mi primer trabajo y me lo premió. Esa publicación primeriza, que a cualquiera emociona y fortifica, me marcó para siempre. Al paso de los días se fue abriendo campo en el Magazín un proyecto de escritor, hasta consolidarse mi destino litera­rio que hoy, 22 años después, es irrevocable.

Sin el impulso decisivo de aquel descubridor de aptitudes, muchos escritores habrían permanecido en el anonimato. Su mayor aporte al mun­do de las letras fue incentivar la pasión literaria en quienes sentían vocación de artistas. Con ese ideal despertó afanes intelectuales y creó una escuela de cuentistas, novelistas, ensayistas y poetas. Fue la época de oro que evocamos con emoción y alegría quienes nos embarcamos en la gran aventura de escribir.

GOG hizo impacto en el país. Su talento conquista puesto de honor en las letras, en la docencia y en el periodismo. Como artista de la palabra fue severo, medido, intransigente, armonioso, perfeccionista. Intelectual auténtico. Poeta y  pensador. Con un grado de excelencia: formador de escritores.

El Espectador, Bogotá, 11-V-1993.

 

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