La última casa de El Cartucho
Por: Gustavo Páez Escobar
Dice la noticia que la casa señalada con el número 8-50 de la carrera 13, donde vivía la familia Flórez Peña desde hacía 43 años, fue demolida en 15 minutos. Llegó la retroexcavadora enviada por las autoridades y le puso punto final al barrio más turbulento de Bogotá. Aquí proliferaron toda clase de vicios y delitos en medio de la comercialización y consumo de drogas y el tráfico de armas. Los indigentes, drogadictos y malhechores encontraban fácil acomodo en este sórdido lugar de la capital, donde con pocos pesos se compraba el basuco y se alquilaba una pieza para pasar la noche.
Ningún alcalde lograba erradicar este antro de corrupción y miseria. Eso sí: todos pensaban hacerlo, pero aplazaban la idea. Le tenían miedo a enfrentar el problema social que se escondía en las casuchas donde vegetaba la peor crápula de la ciudad, compuesta por 14.000 personas sin Dios y sin ley. Esa degradación humana arruinó la calidad de un barrio que en viejas épocas fue habitado por familias distinguidas, en casonas confortables, y que más tarde pasó a ser una plaza de mercado y luego un paradero de buses. Al amparo del deterioro constante llegaron los rateros y los vagabundos.
Quedaba la familia Flórez Peña, dedicada al negocio de cafeterías. Quince años atrás, el marido abandonó a María del Carmen, su mujer, y ésta pudo subsistir gracias a su destreza para vender comidas y cigarrillos. Después montó una cafetería cerca al paradero de buses, y como poseía habilidad para hacer crecer el capital, también instaló una venta de dulces y ponqués. Gracias a esas actividades, pudo levantar a sus numerosos hijos, y éstos, a medida que crecían, entraban a fortalecer las finanzas del hogar. Ahora la casa ha sido derrumbada por la retroexcavadora, dentro de un operativo de 200 hombres de la Policía que se presentaron a clausurar los últimos vestigios de El Cartucho.
Fue el alcalde Peñalosa quien se atrevió a extirpar este foco de inmundicia social y urbana que se había dejado avanzar hasta extremos inconcebibles. Recuerdan los bogotanos que aquí tenía montado su imperio un comerciante de la droga, a quien se veneraba como el amo del barrio, y que un día cayó abatido en la vía pública. La ley de la bala y el cuchillo imponía su mando del terror y la muerte, y era normal que las pandillas se exterminaran entre sí y que no pocos desechables quedaran silenciados en las calles fantasmales.
Territorio diabólico al que no se podía penetrar, so riesgo de perder las pertenencias y la vida. Cuando el alcalde Peñalosa ordenó el desalojo e inició la tarea de demolición, el orden público se alteró de inmediato, de manera peligrosa. Pero la Alcaldía no echó marcha atrás. Y hoy ha caído la última casa, la de la familia Flórez Peña, que representaba un símbolo del trabajo honrado en medio de la descomposición general. Fue preciso arrasar el barrio, como si se tratara de una acción hitleriana, para luego purificar el ambiente y poner los cimientos para el parque público Tercer Milenio. La ‘olla’ del vicio se cambiará por un terreno de flores. De esta manera se rehabilitará un valioso sector deprimido de Bogotá, y con el tiempo será posible encontrar un barrio decoroso.
Ahora viene la pregunta fundamental: ¿Se ha remediado el problema, el verdadero problema, que es el social? Los ‘ñeros´se desplazaron con su basuco, su marihuana y su alma envenenada a otros sectores de la ciudad. Pero el programa de demolición no contempló la rehabilitación de los moradores. El hombre es el que menos ha contado: ha sido más importante la readecuación de de la zona.
Para que la acción oficial sea completa, se requiere que a estos parias de la sociedad se les ubique en sitio digno, se les proporcionen medios de trabajo y se les encarrile hacia la vida decente. De no ser así, como parece que no lo es, lo único que se ha logrado es que el mal se repliegue a otros lugares, donde volverá a crecer la mala yerba. Dicho en otra forma, se echó tierra -al paso de la retroexcavadora- a unas raíces de fácil germinación en otros predios.