De Vicente Landínez Castro
(Duitama, 15 de agosto de 2007)
Muy apreciado y recordado Gustavo:
Te confieso: soy un pésimo lector de novelas. Pero ésta tuya, Ráfagas de silencio, ejerció en mí, desde el principio, una rara fascinación, hasta el extremo de que no volví a hallar tranquilidad sino hasta después de haberla agotado por completo.
Su principal y mejor logrado personaje, la selva, me recordó persistentemente la atmósfera embrujadora de la única novela de José Eustasio Rivera, hasta el punto de considerar hoy tu obra como la hermana menor de La vorágine. Y esto a pesar de que ambas novelas, teniendo como escenario la selva, no tienen parecido en cuanto al argumento, los personajes, los sitios, ni tampoco por el tratamiento dado a la violencia que es bien diferente en las dos obras citadas.
No obstante, tienen en común en que una y otra son novelas de clara y genuina índole de protesta social. Ambas denuncian la corrupción de las autoridades en connivencia con los terratenientes; los desmanes del poder; la inequidad de los gobernantes para con los naturales, tratados peor que si fueran esclavos, y dejados abandonados a su suerte en medio de las enfermedades y las asoladoras epidemias propias del sofocante trópico; la avidez insaciable de los latifundistas y la venalidad de los jueces; y, a la vez, el conmovedor registro del amor desmesurado, pasional, biológico, religioso del indígena por la tierra; y el lastimoso estado de desolación de sus cuerpos y sus almas aventados por las ráfagas inmisericordes y ciegas de la más cruda violencia.
Y cual una nueva aurora de «rosáceos dedos», entre tanta maldad, aparecen los idilios de las gráciles hermanas, Anabel y Zulema, hijas del cacique; la primera, con el médico revolucionario; y la segunda, con el banquero honrado; ellas se mantienen casi inmaculadas, a pesar de la lujuria vegetal de la selva y de la efervescente concupiscencia de los blancos. Es una delicada y humana historia de amor narrada lejos de la cruda sensualidad, la vulgaridad, la pornografía y canallería tan apetecidas con fines comerciales y publicitarios de la mayoría de los nuevos novelistas nacionales. Tu narración, al respecto, desarrollada en un ámbito primigenio y paradisíaco, posee el encanto de una novela bucólica, y se desarrolla con una naturalidad y delicadeza casi castas.
Tu prosa, siempre sápida y plena de propiedad, en varios capítulos se torna dúctil, clara, casi transparente; y se adapta y se ciñe a las cosas descriptas revelándolas con fidelidad fotográfica, como si el idioma se ligara fuertemente a la superficie de las mismas, para destacarlas a la vista del lector, como si fueran un altorrelieve.
Cada capítulo de Ráfagas de silencio tiene la fuerza, el sortilegio, el color y el sabor de lo vivido. Tu libro, más que una novela, tiene el carácter interior y el secreto atractivo de una reminiscencia, de un fehaciente testimonio, de un diario íntimo, de unas escondidas memorias.
Tu novela es, entre otras muchas esencias, una apasionante crónica sobre un mundo aparentemente cercano, pero muy diferente del que habitamos. Y esta magnífica obra tuya nos hermana y nos acerca a esa otra faceta de Colombia tan desconocida como olvidada. A pesar de ello es un mundo en reserva, y en cierto modo, también, nuestro antiguo paraíso terrenal. Tú mismo escribiste, con toda la autoridad que te depara la experiencia, que «Hay que estar en la selva para admirar el prodigio de la creación del mundo».
Gracias nuevamente por la generosa oportunidad que me diste de disfrutar el conocimiento de Ráfagas de silencio; obra ésta que por sus muchos méritos y calidades está llamada a ocupar muy pronto alto sitio en la Historia de la Novela Colombiana; y cosechar, en vida tuya, merecidos reconocimientos y galardones en la República de las letras.
Recibe el fuerte abrazo de tu viejo amigo de siempre,
Vicente Landínez Castro.