Crueldad con los caballos
Por: Gustavo Páez Escobar
Lo que ha sucedido en Bogotá, y que da lugar a la presente crónica, puede ocurrir en cualquier lugar del mundo. La capital de Colombia, una de las ciudades más hermosas de América, sobrepasa hoy los seis millones de habitantes y registra un crecimiento, tanto en población como en progreso urbanístico, que torna difícil el manejo de los palpitantes problemas que causa el gigantismo arrollador. Por eso, no se ha podido poner remedio, desde hace mucho tiempo, a la proliferación de los mataderos clandestinos, en los que se sacrifican caballos, burros e incluso bovinos que no cumplen con los requisitos de control veterinario.
Carne de caballo
Debe saberse que en Colombia no estaba permitida la carne de caballo para el consumo humano, y sólo hace poco se expidió la correspondiente autorización; pero como la construcción de mataderos particulares exige fuerte inversión económica para obedecer las normas sanitarias y técnicas, los empresarios de la clandestinidad prefirieron continuar con su oscura actividad, que les reporta copiosas ganancias.
Concurren aquí varias fallas sobresalientes: a) los animales (y sobre todo los caballos, las mayores víctimas del tráfico ilegal) son sometidos a intensas torturas desde que se transportan hasta que mueren; b) se presenta serio peligro para la salud de los consumidores, ya que las autoridades no logran controlar el sacrificio de reses con graves enfermedades transmisibles al hombre; c) a esto se agrega el hecho de que en Colombia no existe raza equina apta para el sacrificio.
Desde diferentes sitios del país, todos los días entran a Bogotá camiones cargados de caballos que con la ley del soborno pasan sin dificultad por todos los retenes. Son en su mayoría animales viejos y agotados que han tenido que soportar largas travesías bajo los rigores del hambre y la sed, en medio de tremenda opresión dentro de los vehículos. Muchos llegan muertos, lo que no se convierte en obstáculo para vender la carne en descomposición. Otros se reciben moribundos. Los demás son sacrificados en forma bárbara, a machetazo limpio, a manos de fieras humanas que no nacieron para entender el dolor ajeno y que, conforme hoy matan animales, mañana podrían asesinar hombres a sangre fría.
Un cuadro vergonzoso
Hace poco fueron decomisados por la policía, en importante sector de la capital, unos camiones que habían burlado las reglas de control establecidas. A pesar de saberse en los retenes que el destino del transporte eran los mataderos clandestinos, nada se hizo, ya que las generosas dádivas adormecían las conciencias. El cuadro en el interior de los vehículos era impresionante: burros y caballos unos encima de otros, casi asfixiados, y además cinco animales muertos y diez más en estado agónico.
En un matadero de Bosa (población vecina de Bogotá, que constituye con otros municipios el área metropolitana de la capital) son destazadas las reses en las peores condiciones de higiene y luego tirada la carne al suelo, donde vísceras, cabezas, patas y sangre producen un olor nauseabundo que se esparce por los alrededores como verdadera amenaza pública. Sin embargo, el dueño del establecimiento, que ha ido muchas veces a la cárcel y cuyo negocio ha sido cerrado 14 veces, ha vuelto siempre a las andadas, en más de 20 años que lleva ejerciendo su oficio sucio, porque con dinero mantiene amordazada la ley. Las autoridades manifiestan que esta vez el negocio ha sido cerrado en forma definitiva, y ojalá así fuera.
Con todo, como en Bogotá y sus alrededores funcionan 20 mataderos ilegales, donde se sacrifican hasta perros, y que como en el caso del situado en Bosa se abren y se reabren gracias al poder del dinero corruptor, la gente duda de la palabra oficial. Los vecinos del matadero citado (donde se mataban entre 60 y 100 caballos diarios) conocían de sobra los perjuicios recibidos, pero guardaban silencio, primero por temor y luego porque el matarife les vendía barata la carne. La carne mala, como se ve. Los desperdicios se destinaban —y por lo visto puede pensarse que continúan destinándose— para la fabricación de salchichones y embutidos; comida que va a dar a expendios populares y que se convierte en veneno para la salud del pueblo.
Antesala del infierno
Fuera de lo que representa la falta de control sanitario, es preciso condenar la brutalidad que se ejercita sobre los parias de esta historia. Venidos éstos desde lejanos confines, pasan hasta cuatro días encerrados en el camión, sin aire, sin comida y sin agua, y por lógica llegan desnutridos, algunos ciegos, otros con serias laceraciones. Nadie se conduele de su suerte (suerte de perro, iba a decir, pero también es de caballo, de asno, de cerdo, de ¡pobre animal!…) Los bajan del camión mediante una argolla o nariguera, que les produce enorme sangría; y al caer al suelo, sin que se les dispense el menor cuidado en la bajada, la mayoría se fracturan. El camión es un centro de tortura; y el sitio del sacrificio, la antesala del infierno.
Duele que esto suceda en Bogotá, bella ciudad en creciente esplendor, cuna de nobles tradiciones. La Asociación Defensor de Animales y del Ambiente (ADA), de Bogotá, denunció el caso con valor y con la decidida solidaridad que practica hacia los animales. La prensa escuchó el clamor y penetró en las tinieblas de la explotación. Las autoridades actuaron con energía, se lavaron las manos. Y todo volvió a quedar en silencio. Es el silencio de los animales, que no tienen palabras para defenderse y expresar su dolor.
Este capítulo no se considera clausurado. La historia de los mataderos clandestinos puede repetirse en Bogotá, y de hecho sucede –bajo diferentes estilos de crueldad– en cualquier confín del universo. En estos episodios sale a flote la ferocidad del hombre cuando sólo se guía por la voracidad del dinero y olvida elementales normas de comportamiento social y sensibilidad humana.
Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), marzo de 1992