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La ciudad rota

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los aspirantes a la Alcaldía de Bogotá montan sus cam­pañas sobre los mismos pro­blemas trascendentales que aquejan a la metrópoli desde hace mucho tiempo. Todos ofrecen mejorar los servicios públicos, racionalizar las tari­fas, pavimentar las calles, agilizar el tránsito, abrir nue­vas vías, reprimir el vanda­lismo, reducir la miseria, mo­ralizar la administración… Se promete el cielo y la tierra. Y al término del respectivo período subsisten iguales o superiores angustias, al tiempo que se escuchan nuevas promesas sobre los mismos afanes cró­nicos que agobian a la comu­nidad.

Como decía un comentarista en estos días, no hay que poner en duda la vocación de servicio del actual Alcalde, pero es tal la desmesura de la capital y tan agudos sus retos, que poco a poco hemos llegado a un ver­dadero caos. Veamos, si no, la dificultad para mantener las calles pavimentadas. Hoy es una tortura para la ciudadanía, además de una vergüenza para la capital, el tránsito vehicular sobre vías destrozadas, cuya recuperación se torna cada vez más complicada y onerosa.

¿Qué ha sucedido para que el doctor Caicedo Ferrer —que tuvo tan brillante desempeño en el Ministerio de Trabajo con la ley de los pensionados, una de las mayores conquistas sociales de los últimos tiem­pos— se haya dejado ganar la guerra de los huecos? Se habla, entre otras cosas, y con esto no puede justificarse tan grave deficiencia, del hueco fiscal dejado por el anterior secreta­rio de Obras Públicas, persona inepta para controlar los con­tratos, que permitió sobrecostos que en algunos casos llegaron al 500% de los precios reales. Pasado el desastre, se hace esta pregunta ele­mental: ¿Y quién controlaba al funcionario?

Es de tal bulto el estado de las calles deterioradas (con 500.000 huecos mal contados), que la ciudad ha perdido, fuera de la categoría que le corresponde resguardar, dinamismo y estética. Entre hoyos, o “cráteres” –como un lector de este diario califica los huecos monumentales–, la ilustre urbe camina coja y desvalida. Le falta garbo. Las calles airosas son festones de las ciudades, emblemas del pro­greso. Y las descuidadas, como las nuestras, significan dejadez y ruina.

Como el vacío es grande, los actuales candidatos a la alta posición ofrecen —una pro­mesa más— rectificar de en­trada tamaña negligencia. El doctor Jaime Castro va más allá: dice que en su adminis­tración «desaparecerán» los huecos. Esto indica que en su posible gobierno las vías bogotanas brillarían, durante tres años, libres de baches y de funcionarios inescrupulosos. Es el mismo lenguaje que la ciudadanía está acostumbrada a escuchar en cada campaña política. También se ha pro­metido, entre tantas vanas ilusiones, detener las alzas de los servicios públicos, y ya se sabe en las que andamos.

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Con todo, abrimos un compás de esperanza para la actual administración, que ya ha comenzado la cuenta regresiva del breve período que le resta.

El doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, ejecutivo bien intencionado, ha tenido, sin embargo, mala suerte. Se va jugar su última carta. Piensa sacar a Bogotá adelante con el Plan Bienal —pavimentación de vías, construcción de puentes, ampliación de avenidas como la Boyacá, Troncal de la Caracas, la carrera 30 y la Avenida Cundinamarca—, programa que según el burgomaestre significará el salto del canguro en el progreso de la metrópoli. Pero el salto tendrá que pagarlo el bolsillo cada vez más estrecho del pueblo. El gran perdedor de siempre, que ojalá en esta ocasión fuera menos perdedor.

El Espectador, Bogotá, 15-X-1991

 

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