Bogotá a secas
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
¿Qué tal que a Medellín se le llamara Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, su nombre completo? ¿O a Ibagué, San Bonifacio de Ibagué del Valle de las Lanzas? La capital del Valle, a pesar del Santiago protector, ha conservado su denominación tradicional: Cali. Lo mismo sucede con Pasto, cuyo título completo es San Juan de Pasto (la antigua Villaviciosa de la Concepción de Pasto). En la historia de las poblaciones hay muchos Santos escondidos —algunos, verdaderas curiosidades del santoral—, que no se ofenden por la omisión de sus nombres y hasta prefieren que se les ignore cuando se prestan para la burla o la extravagancia.
La tendencia universal, en esto de la toponimia, es buscar la síntesis expresiva: Guatemala se denominó al principio Nueva Guatemala de la Asunción. Más tarde —como si hubieran intervenido nuestros constituyentes— se convirtió en Santiago de los Caballeros de Guatemala. Y a la postre se quedó como Guatemala, sonoro nombre indígena que no se atreverá a modificar ningún ocioso reformador, aunque fuera colombiano.
Si se consulta un atlas mundial se verá que la inmensa mayoría de los sitios sólo constan de una palabra. Y son pocos los nombres repetidos, a pesar de la extensión del planeta.
Eso mismo sucede en Colombia, territorio que se da el lujo de poseer bellos nombres como emblemas de sus poblaciones: Ubaté, Sogamoso, Duitama, Soatá, Guatavita, Timaná, Popayán Tocaima, Manizales, Bucaramanga, Calarcá, Salento Tumaco, Tibasosa… Bogotá. Pero a nuestros omnímodos constituyentes, que tanto tiempo malgastaron en bagatelas, se les ocurrió horadarle el alma a Bogotá. Le agregaron el Santa Fe del siglo pasado, una conquista que le habíamos ganado al dominio español.
Y aquí fue Troya. Como si no tuviéramos problemas en realidad palpitantes, el país pierde el tiempo en algo insubstancial: ¿se escribe Santa Fe, en dos palabras, o Santafé? Algunos anotan Santa Fé, en dos palabras y con error de tilde, lo cual es peor. La Academia de la Lengua dice que lo correcto es una sola palabra: Santafé. Pero a alguien le da por opinar lo contrario.
Mientras la gente se enreda en estas discusiones bizantinas, arrecian los atentados guerrilleros, aumenta el costo de la vida, crecen los huecos, la miseria y la inseguridad en nuestro pomposo Distrito Capital (otra innovación de los constituyentes, que ojalá sirva para algo).
¿Ha calculado alguien cuántos millones valdría cambiar el nombre de Bogotá en los membretes de la correspondencia, en los logotipos, en los atlas, en los textos de geografía, en las agencias de viaje…? La capital colombiana, ante el mundo entero, ya tiene definida su identidad histórica y postal. A los reformadores les dio por buscar lo que no se había perdido. Les faltó cambiar el nombre de Colombia por el de Nueva Granada.
Para mí, un ciudadano más que se rebela contra la sinrazón, Bogotá seguirá siendo Bogotá. Bogotanos, no santafereños. Por razones prácticas y por sentido de independencia. Y que Santa Fe o Santafé quede como un blasón, como una oculta advocación.
El Espectador, Bogotá, 11-IX-1991
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Apostilla:
Nueve años gastó el nuevo cambio del nombre de Bogotá. Esta es la noticia que da El Tiempo en su edición del 20 de junio de 2000:
«En sesión plenaria, el Senado de la República aprobó ayer el proyecto de reforma constitucional con el cual la capital recupera el nombre de Bogotá. La iniciativa fue promovida en Cámara por un grupo de representantes encabezados por Germán Navas y, en Senado, por Juan Martín Caicedo. Este último hizo un llamado a la Administración Distrital para que no cambie su papelería o los elementos oficiales que lleven el nombre “Santa Fe”, hasta que se agote toda su existencia. Caicedo dijo que la propuesta fue respaldada por la actual administración durante todo el proceso. Solo tuvo dos opositores en Senado: Carlos Corsi y Humberto Arango. Ahora irá a sanción del Presidente de la República».