Violencia metropolitana
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Bien hace el doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, alcalde de la capital del país, en llamar la atención del brigadier general Fabio Campos Silva, comandante de la Policía Metropolitana, respecto a la ola de inseguridad que se ha recrudecido en las calles capitalinas.
«Es indispensable —anota el burgomaestre— reafirmar en nuestra ciudad la vigencia de la ley para evitar el vandalismo, la invasión de vías públicas, el deterioro del ambiente urbano —contaminar o arrojar basuras, por ejemplo—, los excesos de cuerpos especializados de escolta y protección y otras manifestaciones que contravienen el espíritu de convivencia social».
Hoy Bogotá es víctima de la violencia en sus más atroces manifestaciones. El robo de automotores es lucrativa actividad delincuencial que ha encontrado, gracias a la falta de represión policial y a la impunidad judicial, terreno abonado para atentar, día y noche, contra la seguridad ciudadana. No se conforman los malhechores, en la generalidad de los casos, con apoderarse del vehículo y despojar al conductor de sus documentos y objetos personales, sino que lo maltratan, le aplican burundanga y muchas veces lo asesinan. Es impresionante el número de automotores que todos los días desaparecen en manos de los delincuentes, sin que se vea una acción efectiva para contrarrestar este pavoroso flagelo.
Concatenado con el hecho anterior se halla el robo de residencias. El comercio de electrodomésticos y demás enseres que se sustraen de los hogares lo hacen atractivo los reducidores que pululan a la luz pública, sin que las autoridades —como en el caso de las partes robadas a los automóviles— logren desvertebrar estas flagrantes asociaciones del delito.
El creciente pillaje de nuestras calles vuelve insoportable la vida metropolitana. Aquí se roba de todo, desde una residencia hasta unos aretes de fantasía, y desde un contador del agua hasta una tapa del alcantarillado. Y nada pasa. La ciudadanía, todos los días más indefensa, clama por la eficacia de la policía y demás sistemas de control y castigo, y como éstos no se hacen sentir, se ha perdido la fe en la justicia y en las autoridades.
En carta de días pasados denunciaba el doctor Luis Prieto Ocampo el abuso y los daños que unos escoltas habían cometido contra una de las hijas del banquero, a la que no sólo le estrellaron el vehículo sino que la torturaron —lo mismo que los ocupantes del automóvil— con la amenaza de un arma de fuego. La violencia es el mayor peligro que azota a los bogotanos. La capital se ha convertido en una tortura, en un medio incivilizado de vida.
Ojalá que la carta dirigida por el burgomaestre al comandante de la Policía Metropolitana consiga reducir, con medidas prontas y enérgicas, tanto atropello y tanta barbarie. Hay que rescatar para los bogotanos —o sea, para el país entero— este sitio amable de otras épocas, hoy en lindes de la demencia.
El Espectador, Bogotá, 5-IX-1991