La Constitución y el idioma
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El arte de la brevedad consiste en condensar el pensado eliminando las palabras innecesarias. Quien es experto en esta materia sabe expresar, sin faltar a la claridad, las mayores ideas con el menor número de términos. El mayor reto para el novelista es lograr escribir novelas ejemplares que, como Pedro Páramo, quepan en menos de cien páginas.
Para la mayoría, el enemigo común es la cómoda tendencia a la escritura larga y ampulosa. Los miembros de la Asamblea Constituyente, enredados al principio en discusiones bizantinas, se dejaron atropellar por el tiempo. Habían olvidado algo elemental: la necesidad de redactar con método, a lo largo de sus deliberaciones, un documento bien estructurado, elocuente y breve. Pero la brevedad exige tiempo y éste se dejó agotar. Por eso, nuestra Constitución es modelo de frondosidad idiomática.
Tratándose de la Carta Magna, deberían refulgir en ella la concisión y la sencillez. En las Tablas de la Ley, de tan asombrosa simplicidad, están consignadas las mayores guías de la conducta humana. La Constitución debe ser un compendio de normas, no un código. Un código fue lo que se pretendió elaborar, y de carrera. La Carta debe ser documento sobrio, elemental y maestro. Comprensible para todo el mundo. De ella han de desterrarse la retórica y la verbosidad. Sobran los tonos doctorales al igual que los términos demasiado eruditos, y sobre todo los rebuscados.
En la Constitución aparecen palabras extrañas y disonantes, como subsidiariedad (art. 288) y complementariedad (art. 298). ¿Qué son los presupuestos plurianuales? (art. 339). La siguiente frase figura en los artículos 214 y 215: «Si el Gobierno no cumpliere con el deber de enviarlos, la Corte Constitucional aprehenderá de oficio y en forma inmediata su conocimiento».
¿Será fácil aprehender el conocimiento? Este verbo, de todos modos desafinado, significa asir, coger, prender. Otra frase: «Calificar y declarar precluidas las investigaciones realizadas» (art. 250). Un abogado sabe qué significa precluir: cerrar, terminar; pero el hombre común no. Como es término de juristas, no se encuentra en los diccionarios comunes de la lengua.
La coma es un diablillo que suele causar desastres. Bien empleada, le da fluidez y hermosura a la frase. Mal colocada, frena el ritmo y altera el sentido de la oración; incluso ocasiona líos jurídicos. Si se usa para la enumeración, se suprime entre los dos últimos elementos cuando van unidos por conjunciones. No debe ponerse entre el sujeto y el verbo.
Veamos, entre las muchas comas incorrectas que contiene el texto, las siguientes: «Los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados…» (Art. 93). «Son ramas del Poder Público, la Legislativa, la Ejecutiva, y la Judicial» (art. 113).
La tilde no es signo consentido por los escritores. Muchos la tienen desterrada. Otros la anotan a la diabla. En el texto no se marcó tilde a prohíbe y oírlos (arts. 17, 34, 35, 110, 136, 137), donde ocurre la figura del hiato. Y se marcó a constituida, continua y discontinua (arts. 95, 197 y 321), palabras graves terminadas en vocal (la combinación ui se considera diptongo).
Se acostumbra, sobre todo en el sector oficial, anotar con mayúscula el nombre de los cargos. Al Ministro lo encumbran con mayúscula, y en cambio al pobre portero lo dejan en la oscuridad. Algunos piensan que el Doctor es más que el señor, tal vez porque éste se halla borrado por la sociedad moderna.
La mayúscula mal usada se ha convertido en signo sicológico con sentido reverencial, no gramatical. Ahí la noble dama se vuelve pedante y aduladora. La elegancia está en la sencillez. Hoy la tendencia es escribir en minúscula el título de los oficios por tratarse de nombres comunes, y por más elevadas que sean las dignidades. Permítanme los señores constituyentes, por lo tanto, el empleo respetuoso de voces llanas como estas: presidente, ministro, embajador, magistrado, contralor, procurador, senador, representante, diputado, concejal, alcalde, gobernador…
En fin, la Carta —esta sí en mayúscula— está escrita. Ojalá los legisladores del futuro tengan tiempo para la brevedad y nos reduzcan a menos de la tercera parte el mamotreto actual, desde luego mejorándolo.
El Espectador, Bogotá, 18-VII-1991.