James Joyce, o la tenacidad
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Este 13 de enero de 1991 se cumplieron 50 años de la muerte, en la ciudad de Zurich, de quien ha sido llamado el mago de la novela contemporánea, el irlandés James Joyce. Toneladas de palabras se han volcado sobre su memoria, y los críticos del mundo han erigido un monumento a su obra prodigiosa, Ulises, la cual revolucionó el concepto de la novela. Hay críticos que lo consideran el novelista más importante de este siglo.
Freud y Joyce son los padres del sicoanálisis, el uno en el campo médico y el otro en la creación estética. El novelista logró con Ulises múltiples resonancias por su penetración en las zonas del inconsciente y el subconsciente, movidas con la técnica del monólogo interior, método audaz que hace despertar el mundo íntimo para que la persono se encuentre con su alma. Joyce cumple tal maestría con su obra, que el relato, de inmensa intensidad sicológica, sólo corresponde a un día en la existencia del protagonista Leopoldo Bloom.
James Joyce está analizado bajo un sinnúmero de perspectiva por toda clase de enfoques, desde los más trajinados hasta los más novedosos. Ahora mismo, al conmemorarse el cincuentenario de su fallecimiento, los periódicos y revistas del orbe han abierto sus páginas a los más variados análisis sobre la personalidad del escritor y la trascendencia de su libro cumbre y del resto de su obra, entre la que se destacan Retrato del artista adolescente y Gente de Dublín.
Hay una llamativa faceta en la vida de Joyce que tal vez es la menos explorada. Se trata de su espíritu tenaz en la búsqueda de su carrera literaria. Vale la pena que le dediquemos breve espacio a factor tan determinante del éxito en cualquier actividad. La mayoría de la gente fracasa porque no tiene constancia. En el caso de Joyce, mientras muchos inconvenientes surgían a su paso para que él fuera todo menos escritor, su vigorosa voluntad estuvo siempre dirigida hacia la literatura, a pesar de los fracasos y las frustraciones.
Adelanta sus primeros estudios en colegios de la Orden de Jesús, dentro de la severa tradición católica que le venía desde la cuna, y más tarde por poco sigue la carrera religiosa. Pero prefiere las letras. Ya desde los nueve años demuestra vocación de escritor con sus fugaces incursiones en la poesía y el ensayo, e incluso en el comienzo de una novela. Desde entonces se sugestiona con el mito de Ulises –su héroe de la juventud y más tarde su pasión literaria–, hasta conseguir realizar, pasados los años, su obra monumental.
Estudia medicina y la abandona. Con el tiempo será empleado de banco, actividad que, al igual que en el caso de Eliot, estaba desenfocada para la sensibilidad del artista. En la universidad comienza a darse a conocer como crítico y ensayista. Se vuelve lector apasionado y con esa disciplina se le abre su futuro de escritor. También es amante de la música, como su padre, afición que cuadra con su temperamento. En 1902 viaja a París y allí vive de la pluma por más de un año. Vuelve a estudiar medicina y de nuevo se da cuenta de que ese no es su campo. Se emplea como gacetillero y allí devora libro tras libro con la sed voraz de quien debe conquistar al ancho mundo de las letras.
Traduce obras de teatro que los editores rechazan una y otra vez. No se desanima. Comienza otra vez, y de nuevo recibe el portazo de los maestros. Da clases de inglés, idioma que llega a dominar, y con ellas se gana la vida, a la par que con notas en los periódicos, mientras por las noches escribe como un desesperado. Tras ardua lucha para la publicación de sus poemas, al fin logra en 1907 el editor para su primer libro, Música de cámara. En 1916 se le despeja el horizonte con Retrato de un artista adolescente. En 1922 le llega el éxito arrollador: ha nacido Ulises.
Joyce estuvo siempre convencido del esfuerzo personal como ingrediente del triunfo. No se acobardó ante ningún obstáculo. Consideraba que el talento estaba primero que la fama. Y lo cultivó hasta conquistar la gloria.
El Espectador, Bogotá, 14-III-1991