La agitación de las ratas
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Bogotá no es la ciudad más insegura del país: es la ciudad más insegura del mundo. No es afirmación ligera. Así figura, desde hace mucho tiempo, en los índices del pillaje universal. Apena decirlo, como colombianos y como habitantes que somos de la gran urbe carcomida por el raterismo, y bella por otros aspectos.
El pillaje permanente que se vive por las calles, en horas diurnas y nocturnas, hace del morador capitalino un ser atemorizado y receloso, para quien la ciudad ha dejado de ser el sitio amable que permite gozar de sus encantos y sus placeres, para volverse el centro hostil, donde el enemigo se agazapa en cada esquina, en cada calle que se toma o en cada almacén que se visita. Ya en ninguna parte hay seguridad. Ni siquiera en las residencias, ya que éstas son desmanteladas al menor descuido, a veces ejerciendo la violencia con aplicación del más refinado raterismo.
Bandas organizadas que pululan por todos los sitios de la capital han hecho de su actividad el mejor negocio lucrativo y cuentan, para que éste produzca efectividad, con la asombrosa ola de la impunidad por que atraviesa nuestra justicia. Hay ladrones porque no hay castigo. Las autoridades, llámense policivas o judiciales, se han dejado ganar la partida de la delincuencia.
En este río turbio en que se han convertido las calles bogotanas se deslizan, como verdaderas ratas del peor estado social, multitud de atracadores, gamines listos para el asalto, carteristas y toda clase de parásitos que hacen insoportable la atmósfera de la ciudad.
Las paradas en los semáforos –o peajes de la miseria, como se les llama– son lugares predilectos para practicar el robo veloz de los objetos visibles del vehículo,que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, ante la vista de los demás. Nadie hace nada, porque todo el mundo teme exponerse. Y ni siquiera el policía de la esquina, ante cuyos ojos se repite la misma escena infinidad de veces.Bajo la apariencia de mendigos, o de niñas desamparadas, o de huérfanos que llaman a la conmiseración, hay obligación de contribuir con una cuota económica ya reglamentada por ellos, que no puede eludirse ni discutirse para que el automóvil no pague las consecuencias.
¿Por qué las autoridades no terminan con estos nidos de ratas en que han sido convertidos los semáforos? Falta energía y sobra complacencia. No es posible que este estado de miseria, en la que se esconde el profesionalismo para asaltar el bolsillo a toda hora del día, perdure como una afrenta para Bogotá.
Aquí se roba desde una residencia hasta una tapa del alcantarillado; desde un automóvil hasta unos aretes de fantasía; desde un televisor hasta el bombillo de la residencia. Los reducidores de todas las categorías –y que los policías o agentes secretos saben dónde funcionan– hacen más atractivo el tráfico de artículos robados. Son pocas las denuncias que se ponen porque se desconfía de la justicia y se prefiere no enredarse con los trámites de los juzgados, que de todas maneras no conducen a nada.
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La seguridad social es obligación del Estado. La sociedad no puede prosperar sin cortar el delito. Hoy por hoy el primer problema de Bogotá es el de la inseguridad. Mucho se ha hecho, hay que reconocerlo, pero el cáncer no se detiene. Se necesita una operación de alta cirugía. Bogotá nos duele, señor Alcalde. ¡Hay que salvarla!
El Espectador, Bogotá, 4-III-1991