Entre pólvora y toros
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El señor Presidente quema pólvora en diciembre y asiste a toros en enero. En ambos casos va del brazo con el pueblo. El Presidente debe aparecer con frecuencia en público para conservar su imagen popular, así nos hallemos en Colombia, donde el temor a las bombas y a los atentados terroristas obliga a la gente importante a vivir escondida. Untarse de pueblo es buena fórmula para que el gobernante y el político se mantengan en actualidad.
No hay pólvora inofensiva por completo. Esta advertencia se hace todos los años en la época navideña. El consejo, esta vez, fue desoído por el señor Presidente, a quien vimos lanzando voladores en su residencia campestre. Hasta la luz de bengala puede causar lesiones. En todos los diciembres quedan tragedias pavorosas por la explosión de polvorerías y los accidentes producidos por los artefactos que se creían inocuos. ¿Cuántos muertos, mutilados, capitales quemados e infelicidades de por vida podrían evitarse si se escuchara a tiempo la voz de la prudencia? Por fortuna, el Presidente demostró que es diestro en la pirotecnia.
Lo malo de ser Presidente –pensará él– es no poder disfrutar la euforia de los voladores como en sus navidades pereiranas, cuando el país no lo veía. Pero ahora es el Primer Mandatario de la nación y cualquier acto, incluso el que no se realiza cuando se debe realizar, queda bajo la óptica implacable del país. Ese es el precio de la fama. Con esto se prueba, además, que no hay pólvora intrascendente.
El rico y el pobre, el gerente y el proletario, el aficionado y el curioso, todos asisten a las temporadas taurinas. Y nadie los ve. Pero si es el Presidente, nadie deja de verlo. Sobre todo ahora, cuando su presencia es más notoria por el encarecimiento de la vida. Este espectáculo de multitudes en nada se diferencia, por su brutalidad, del circo romano, por más que nos hallemos en el siglo XX, época de peores atrocidades que las primitivas del sacrificio de los mártires en boca de las fieras.
Pocos escenarios tan salvajes como la plaza de toros. En ella la gente goza con la tortura y explota en frenesí cuando la espada se hunde en los pulmones destrozados del indefenso animal, que más tarde morirá ahogado en su propia sangre luego de tremenda agonía. Los toros son una de las empresas que más dinero producen, porque están alimentadas por las pasiones enfermizas de la humanidad.
Es atroz la muerte violenta del toro, pero el público la vitorea como trofeo en este mundo que ha perdido la sensibilidad hacia el dolor. Mientras existan y se toleren tratos vandálicos contra los animales, es imposible aspirar a que haya paz en el mundo. El individuo, cuando se insensibiliza, no distingue entre la sangre del animal y la sangre del hombre.
Al toro, triste rey de la fiesta, se le lleva engalanado a la plaza para que la gente sacie en él sus instintos de exterminio y desfogue sus arrebatos. El hombre contemporáneo respira odio. Por eso el planeta, en esta hora de insania universal, está a punto de estallar a merced de la cólera colectiva.
Al toro lo sacrifican con sevicia, alevosía y premeditación (los máximos ingredientes del crimen pasional), en medio del júbilo clamoroso de las masas enloquecidas. Esa es nuestra sociedad: una sociedad que se enardece con la sangre y se deleita con la agonía del dolor ajeno. Una sociedad que le grita ¡olés! a la crueldad de los circos y bebe entre manzanillas el tormento de los pobres brutos que sienten, como los humanos, las desgarraduras de los órganos vitales y las asfixias de la muerte. Y a esto pretenden llamarlo arte. ¿Desde cuándo el asesinato es un arte?
Ese público clama, sin embargo, contra la violencia que en otros escenarios mutila y asesina y secuestra, también con sevicia, alevosía y premeditación. ¿Qué diferencia hay entre ambos instintos sanguinarios?
Y las plazas de toros continuarán llenándose de multitudes delirantes…
El Espectador, Bogotá, 25-I-1991.