Monumento al hueco
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Bogotá está destrozada. No voy a meterme en el hueco grande de las inmoralidades y las angustias económicas que asfixian la vida capitalina, sino en el deterioro de las calles. No es sino recorrer la ciudad en cualquier dirección, incluidas sus arterias vitales, para apreciar y sufrir la vertiginosa destrucción vial que avanza por todas partes. No dudo de que el ilustre burgomaestre Caicedo Ferrer, que apenas comienza su gestión gerencial, acometerá en corto tiempo la rectificación de este abandono.
El problema, por falta de previsión, adquiere proporciones gigantescas. Para una urbe de la dimensión de Bogotá, que todos los días crece y recibe la arremetida del progreso desestabilizador, la labor del pavimento debe ser permanente. Es, quizá, la función que exige más continuidad y mayores esfuerzos administrativos. El pavimento es artículo de desecho, de vida efímera, aunque de costo elevado. La garantía consiste en que la calidad de las obras resista el tiempo razonable.
En este frente hay que trabajar, como lo vi en Venezuela, día y noche. Da gusto recorrer las carreteras venezolanas sin hallar un solo bache, y movilizarse por Caracas y las principales ciudades con el agrado que proporcionan las calles en perfecto estado. Caso similar observé en Ciudad de Méjico, el centro más populoso del mundo, que, no obstante su gigantismo arrollador, ha sabido conservar su esplendorosa categoría urbanística.
Son odiosas las comparaciones, pero ellas llevan a llamar la atención hacia una de las fallas más protuberantes de la capital colombiana. La situación se pone más de bulto en los días de lluvia, cuando los huecos se esconden en los charcos, como enemigos agazapados, para destrozar vehículos y exasperar la paciencia ciudadana.
Las vías capitalinas, en general, acusan tremendos desperfectos. Se han convertido en verdugos del ciudadano, y sobre todo del taxista que en su infatigable tarea por la subsistencia debe someter su vehiculo a implacables maltratos. Los taxistas trasladan su insatisfacción a las autoridades, con toda clase de imprecaciones, por no poder ganarse la vida en forma más benigna.
Las obras a medias, defecto común que se hace visible a lo largo y ancho de la ciudad, ponen de presente que los impuestos trabajan más para llenar los bolsillos de los contratistas que para satisfacer las necesidades del pueblo. Los altibajos en las calles, que suelen aparecer a los pocos días de ejecutada una obra, denotan la poca seriedad o la falta de idoneidad con que algunas firmas cumplen sus compromisos, desde luego sin la correspondiente supervisión de las autoridades.
Hay vías como la 127, frente al barrio Niza, que registran lamentable deterioro causado por los árboles allí sembrados. Se invierten en ellas grandes sumas de dinero en continuas reparaciones del pavimento, el que regresa en poco tiempo a su anterior estado, cuando lo indicado es sustituir los árboles por otros que no agrieten el terreno.
En el puente doble de la calle 134 con la Autopista del Norte se dejó un desnivel en el tramo del ascenso que incomoda a los pasajeros y perjudica los vehículos. Detalle en apariencia simple y que, sin embargo, es característico de la ligereza con que se entregan y se reciben los trabajos.
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Hoy por hoy Bogotá es una sucesión irritante de huecos. Parece un mapa agujereado. Las calles son un concepto estético de las ciudades. Tienen personalidad y hablan el lenguaje del progreso o la dejadez de los pueblos. Decía Noel Clarasó: «Las calles, hasta las más estrechas, son suficientemente largas para aprender algo en ellas».
El Espectador, Bogotá, 1-XI-1990.