Santa Marta en un dedal
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Madrugué a trotar por la hermosa playa que queda frente al hotel Santamar. Apenas comenzaba a clarear el día y ya una pareja caminaba por la arena. Eran unos jóvenes enamorados que habían salido de su cabaña a saludar la mañana impregnada de brisa, mar y poesía. La naturaleza naciente, en este confín de encantos marinos, aviva el corazón.
Después de tropezarme varias veces con ellos, vi que el muchacho escribía algo sobre la arena, mientras su compañera se sumergía en las olas. Más tarde él se le unió y ambos continuaron disfrutando la frescura de las aguas. Me acerqué y leí: «Ruth, mi hijo y yo haremos otro mundo». Bello mensaje –me dije– para este momento de disolución nacional.
Santa Marta, azotada años atrás por el enfrentamiento de mafias encarnizadas, vio derrumbarse su paraíso turístico. Su hotelería, que gozaba de reconocido prestigio, perdió categoría por el freno de la inseguridad. Eran los tiempos en que dos bandas de guajiros se disputaban el dominio absoluto. El cultivo de la marihuana hacía surgir una nueva sociedad de voracidades incontenibles. Este ambiente de corrupción y ambiciones lo pintó muy bien Juan Gossaín en La mala hierba, novela que queda como testimonio de la atmósfera viciada que se respiraba en la ciudad.
Hoy la situación ha variado por completo. Santa Marta regresó a su anterior clima de paz. La hotelería progresa en forma notoria y ofrece establecimientos de gran confort, como el Irotama y el Santamar. El resurgir de la ciudad, que ojalá sea el mismo resurgir de esta Colombia flagelada, queda dibujado en la frase que sorprendí sobre la arena. Es un mensaje de esperanza y fe en Colombia. Una nueva juventud se levanta para derrotar la negra noche. La fórmula de la felicidad parece que cupiera en un dedal. En esta frase tan pequeña se refleja un propósito de enmienda, superación y optimismo.
Más tarde hablaba yo con Blas Záccaro, simpático y pintoresco personaje de la ciudad, sobre la transformación que ha tenido Santa Marta desde la época de terror de los guajiros hasta la actual de tranquilidad, y él me ratificaba el ambiente de confianza y progreso que hoy es evidente. Blas, un gigante del optimismo y la acción, cuyo continuo movimiento entre cifras bancarias, juntas cívicas y excursiones de pesca se asemeja al oleaje marino, sabe que la nueva Santa Marta se preocupa por salir de la encrucijada a que había llegado.
Sus dirigentes cívicos luchan por vencer ciertos vicios locales nacidos de la politiquería, que retardan el progreso. Tratan de cambiar la mentalidad de conformismo, y otras veces de indiferencia, con que algunas capas de la población actúan frente al reto de la hora.
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Santa Marta, ciudad turística por excelencia, es una cara amable de Colombia. Su pasado de piratas, movido por las luchas entre nativos e invasores, le imprime especial fisonomía de tierra emancipada. Los apetitos del oro vinieron más tarde a convertirse en otra clase de ambiciones, muy del siglo veinte, y de nuevo nace la sensatez.
Si Santa Marta pudo, ¿por qué no va a poder Colombia? La patria está postrada y debe ser reconstruida Qué importante descifrar el mensaje de las olas: «Ruth, mi hijo y yo haremos otro mundo». También la capital samaria fue destruida física y moralmente, y ahí la tenemos: victoriosa y ufana.
El Espectador, Bogotá, 19-IX-1990.