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Por los caminos del Huila

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Neiva registra un hecho curioso: el de haber sido fundada tres veces. Primero lo fue en el año de 1539 por los conquistadores españoles, y al poco tiempo fue destruida por los indios otas; en 1551 se fundó de nue­vo por orden de Sebastián de Belalcázar, y otra vez fue destruida en 1569; el tercer bautizo, correspondiente a la Neiva actual, lo hizo Diego de Ospina el 24 de mayo de 1612. Ha cumplido 378 años de vida, pero serían 451 si se mantiene en pie desde su primer intento civi­lizador.

Esto me lo explicaba un amigo de la ciudad mientras caminábamos por el Parque Santander en un día bochor­noso, de más de 30 grados de temperatura. La estatua del general Santander se ve diminuta entre las construccio­nes y árboles de la plaza, y parece que el personaje fuera un transeúnte más de los que a toda hora circulan por el lugar. Lo mismo que ocurre en Cúcuta y en otros pocos sitios del país, el parque principal de Neiva no está dedicado a Bolívar sino a Santander. Son excep­ciones honrosas que contradicen la regla general.

Esta vez le he puesto más cuidado a Neiva y le he hallado otros encantos. Surge la ciudad moderna y pro­gresista, cada vez más congestionada de vehículos y más presurosa de superación. El río Magdalena la atraviesa como una saeta lanzada por los primeros indígenas y se convierte en el abanico natural contra las altas temperaturas. En un margen del río se levanta el impo­nente monumento de la Gaitana, construido por Rodrigo Arenas Betancourt, que recuerda la hazaña de la cacica en su venganza contra Pedro de Añasco por haberle quema­do vivo a su hijo.

Sus habitantes, alegres y hospitalarios, realizan ca­da año el Reinado Nacional del Bambuco en la festivida­des de San Pedro. Como reina se escoge a la mejor bailadora. Una silenciosa iglesia colonial evoca, en el cen­tro de la urbe, los tiempos pasados. El hotel Pacandé, de larga tradición, se convierte en referencia amable de la ciudad.

Cuenta la región con buenas carreteras y ofrece for­midables contrastes: valles, cañones, vertientes, ríos, nevados, altiplanicies. Al paso del vehículo se descu­bren esplendorosos paisajes. Cada sitio tiene su propia personalidad: Betania invita al sosiego con su soberbia represa; Yaguará, a un lado, es un contorno pensativo que llama a la quietud; en Rivera nos acordamos del autor de La vorágine; en Aipe, rica en petróleo, admiramos la famosa Piedra Pintada y disfrutamos de sus aguas termales; Baraya le rinde honores al prócer de la Inde­pendencia; Garzón, la tierra del obispo-escritor Libardo Ramírez Gómez, nos saluda con sus artesanías de fi­que; Gigante parece una sola floresta con su famosa ceiba centenaria; en Timaná, el municipio más antiguo del Huila, la Gaitana recuerda su gesta contra los invaso­res españoles; Pitalito nos abre las puertas de la cul­tura agustiniana situada a poca distancia, en San Agus­tín, territorio de dioses y misterios. En fin, los caminos turísticos del Huila se disparan en todas las direcciones.

Región rica en petróleo, arroz y diversos productos agrícolas, lo mismo que en ganadería, sufre hoy insegu­ridad en sus campos. Se escucha el avance de la guerri­lla. Los habitantes viven asustados. Hay boleteo y se­cuestros. La producción agrícola, por lógica, viene en decadencia. La ganadería está sacrificada.

Vuelvo a Neiva y me refresco con el aire de los al­mendros, las palmeras, los caracolíes. En esta ciudad se le rinde homenaje, lo mismo que en Cúcuta, al árbol. Toda la ciudad está arborizada. El árbol, amigo fiel del neivano y de todos los opitas, es aquí un emble­ma de la civilización.

El Espectador, Bogotá, 6-VIII-1990.

 

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