El vuelo 594
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Avianca anuncia desde Bogotá vuelos diarios a Valledupar y Riohacha, a las 9:45 de la mañana, con excepción de los sábados. Según la norma actual hay que estar en el aeropuerto con dos horas de anticipación. Usted gasta una hora en arreglarse, desayunar y tomar el taxi. Y otra hora se le va al aeropuerto luchando contra un tráfico endemoniado. Por lo tanto, su día de viaje ha comenzado a las 5:45 de la mañana.
Obtenido en el aeropuerto el pasaje para abordar, luego de haber sido sometidos usted y su maleta a las requisas y los manoseos desapacibles que nunca descubren nada, descansará al fin en la sala común de la desesperación. Si mira a su alrededor encentrará caras largas y espíritus lánguidos. Nadie ríe, porque la vida de los aeropuertos es áspera.
En fin, hay que viajar a Riohacha. Como a estas alturas de su audacia usted ya se ha hecho embolar, ha leído el periódico y ha tratado de concentrarse en el libro que lleva a la mano, supone que en pocos minutos anunciarán el vuelo 594. Consulta el reloj y observa, con inexplicable alborozo, que son las 9:30. Quince minutos más no son nada dentro de este calvario de las resignaciones.
A las 10, cuando vuelve en sí, cree que por sordo (otro de los castigos de esta ciudad de los pitos y las estridencias) lo ha dejado el avión. Vuela (y aquí sí es cierto el término) hasta el tablero electrónico y se alegra cuando comprueba que el aparato todavía no ha comenzado a deslizarse por la pista: lo han aplazado para las 11 de la mañana.
A las 11 una vocecita tierna y azucarada comunica a los interesados en el vuelo 594 que éste saldrá a las 12:20. iConfirmado!, agrega con tono encantador. A usted le provoca darle un beso, pero en ese momento recuerda que hace 15 días también había llegado, entre aplazamiento y aplazamiento, hasta las 2:30 de la tarde, hora en que la vocecita musical informó la cancelación del vuelo. No ha olvidado, además, que otro día lo llamaron a la casa a las 6 de la tarde para comunicarle que el vuelo del día siguiente –el consabido 594– habla sido suspendido.
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¡Pero ya estoy en Riohacha! Llegué a las 2:50 de la tarde. ¿Cuánto tiempo gasté en el viaje, en plena era de la propulsión a chorro? Hagamos la cuenta desde el momento en que di el primer paso de esta terrible aventura, repetida por tercera vez en dos semanas: ¡9 horas!
Mis compañeros del 594 me comentaban que esto es usual. Como no siempre el número de pasajeros satisface las aspiraciones de rentabilidad de la empresa, se da prelación a otros itinerarios o se acude al expediente más fácil: cancelar el vuelo. Con el servicio también se gana, pero esta regla suele olvidarse.
Entre aplazamientos, cancelaciones y femeninas voces almibaradas, sistemas ideales de tortura para acabar con la paciencia del santo Job, nació esta crónica. El incumplimiento es un distintivo del país y Avianca no es ninguna excepción.
La Guajira, la cenicienta de este paseo, es un territorio sufrido. Un territorio sin descubrir. Avianca debería cambiar el 594 por otro número de mejor suerte para la tierra mítica, rica en paisajes y embrujos, aunque víctima de maltratos. (A propósito: no sé si podré tomar el avión de regreso, ya que años atrás también me falló el 594 y me tocó quedarme otro día en la estepa solitaria…)
El Espectador, 1-V-1990.