Entre riquezas y miserias
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El género humano siempre se ha movido entre dos extremos irreconciliables: la riqueza y la pobreza. La diferencia de clases arranca desde los mismos orígenes de la humanidad. Y ha sido el dinero –el «estiércol del diablo» llamado por Papini– el que más ha contribuido a hacer desiguales a los hombres; el que más odio y violencia ha desencadenado; el que más guerras ha causado; el que más ha envilecido la dignidad de la vida.
El dinero se ha convertido en medio funesto de poder. Ya vimos, en los recientes sucesos de Panamá, que la acumulación de dólares millonarios, más que su goce, condujo a un gobernante ambicioso, en otros tiempos simple habitante de barriada y luego el general prepotente sostenido por la fuerza de las armas, a implantar uno de los regímenes más oprobiosos de su pueblo. Cautivo ahora en una cárcel de Estados Unidos, de donde difícilmente saldrá, es un pobre diablo que nunca comprendió –y ya es tarde para rectificar la equivocación– para qué sirve una fortuna de dólares astronómicos que sólo puede producir desequilibrio.
Los grandes jefes colombianos del narcoterrorismo, que sobresalen en el mundo como los fabricantes más hábiles y más veloces de incalculables tesoros mal habidos, no cuentan con un metro de tierra de tranquilidad. Para sostener su imperio han cometido las mayores injusticias y los peores sistemas de tortura contra sus conciudadanos. En esta ciega batalla han sido también sacrificados amigos y familiares.
Uno de esos capos cayó entre las balas de la justicia, acorralado por sus propios actos estrafalarios y antisociales. Con él se derrumbó, sin pena ni gloria, otro caudal desconcertante del dinero fácil, de la riqueza fabulosa que casi no encuentra sitio en Colombia para comprar un instante de sosiego. Repudiado por la ciudadanía, tuvo que ser enterrado en la fosa pública, como si se tratara de un alma sin dolientes; y de allí lo rescataron personas caritativas para ser trasladado a Pacho, su tierra natal, donde le ofrecieron una tumba con nombre propio, pero tan común como la de cualquier oscuro parroquiano de la población.
La gente no ha aprendido que las grandes fortunas sólo causan infelicidad. Como es imposible controlarlas y disfrutarlas, hay que ser esclavos de ellas. La pugna por la posesión de los bienes materiales, tan antigua como el hombre, es el factor más determinante de la hostilidad humana. Los hermanos se pelean y las familias se desintegran cuando olvidan, por rendirle tributo al becerro de oro, que existen otros motivos fundamentales para la superioridad del ser humano. Los pueblos se destruyen cuando descienden a los abismos de la corrupción y el apetito desmedido de opulencias.
Séneca afirma que «la mejor medida para el dinero es aquella que no deja caer en la pobreza ni alejarse mucho de ella». Esta fórmula, tan difícil de practicar, equivale a la moderación de los bienes materiales, que permite ser ricos con el solo usufructo de los objetos indispensables que dan comodidad sin incurrir en el derroche y la ostentación. El hombre, que nunca se sacia, ha cambiado el placer de la vida por la persecución del dinero. Vivir es más difícil que conseguir capital.
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Enseña un autor anónimo, en ágiles sentencias cargadas de sabiduría, el verdadero sentido de la moneda. Dice que con el dinero podemos comprar:
Cama, pero no sueño.
Libros, pero no inteligencia.
Comida, pero no apetito.
Adornos, pero no belleza.
Casa, pero no hogar.
Medicamentos, pero no salud.
Lujos, pero no alegría.
Diversiones, pero no felicidad.
Camaradería, pero no amistad.
El Espectador, Bogotá, 5-VI-1990.