Hombres de palabra
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago, escritores, periodistas y guionistas de cine y televisión, realizaron una hazaña portentosa: recorrer medio planeta, por espacio de cinco años largos, para entrevistar a treinta de nuestros destacados escritores y ponerlos a hablar sobre sus experiencias, secretos, fobias, odios y amores con que han edificado su mundo de las letras. Ignacio y Olga, viajeros de geografías y de libros, tuvieron que leer antes mucha literatura colombiana, investigar a los autores, averiguar sus residencias y salir en persecución de ellos, donde estuvieran (que podía ser en el lejano apartamento, en el tertuliadero bogotano o a bordo del bus por las carreteras del Huila, y también en Francia, España o Suiza), hasta conseguir sus semblanzas o retratos hablados.
Armados de paciencia y coraje, ya que muchos escritores son evasivos o poco abordables, cumplieron doble propósito: localizarlos y ambientar los encuentros para que los personajes se confesaran y dejaran conocer su verdadera identidad, y en otros casos su sorprendente intimidad. Estas pesquisas fueron recogidas en el libro Hombres de palabra, sustancioso volumen de 404 páginas publicado por Editora Cosmos.
Son textos que permiten navegar por los mares procelosos de la literatura nacional y captar miserias y grandezas, imágenes y emociones, angustias y esperanzas. «El escritor –dicen los autores de la obra– no es alguien común y corriente. Vive en un mundo fluctuante entre la soledad y la muchedumbre (…) El escritor tiene tantas caras como el fantasma de la ópera».
En esta mezcla de estilos y de producciones, que va desde los diablos y brujas de Gómez Valderrama hasta las osadías de Álvarez Gardeazábal, o desde la erudición crítica de Helena Araújo hasta la energía batalladora de Marvel Moreno, aflora un horizonte de vivencias, actitudes, gritos de independencia y amor por las letras. Los entrevistados narran su mundo y revelan sus manías, sus métodos de escritura, sus presunciones y humildades. Para quien comience a escribir, este libro debería convertirse en manual de consulta. Y para los avanzados, en confrontación de sus propios hábitos y sus ansiedades.
Entre insatisfacciones, rebeldías e incomprensiones, muchos de los que aquí dejan su impronta nos enseñan cuán arduo, aunque irrenunciable, es el camino de las letras. Hay un denominador común: todos son luchadores, unos solitarios y otros de espacios abiertos, que se han entregado con pasión al reto cotidiano de tan exigente disciplina. No cambian su destino por nada. «Uno debe hacer de la literatura una especie de amante secreta», dice Ben-Hur Sánchez. «Escribir es el único acto que me hace olvidar el tiempo», proclama Óscar Collazos.
Hay manifestaciones singulares como la de Fernando Soto Aparicio, uno de los escritores más prolíficos e insistentes del país, cuando cuenta cómo forja y elabora su narrativa. La idea de su próxima novela la desarrolla en la mente por tiempo más o menos prolongado. Y cuando todo le cuadra –ambiente, personajes, temperatura–, escribir la obra resulta un acto simple. Lo ejecuta de un jalón, en jornadas continuas de ocho o doce horas diarias. Su duende oculto le mueve la mano y le aguza la mente, y en pocos días está terminado el nuevo título. La rebelión de las ratas la escribió en 9 días; Hermano hombre, en 13 días; Camino que anda, en dos meses y 13 días, metido en la celda de un convento. Luego corrige con rigor.
En Hombres de palabra están reseñados treinta de los trescientos escritores que hay en el país. Y si Colombia tiene 28 millones de habitantes, ya se ve qué ínfima minoría, pero minoría selecta, representa la escuela de los quijotes: el 0.01%. Entre ceros y decimales –o sea, entre apatías y desprecios sociales–, casi no nos vemos. ¡Que vivan los escritores!
El Espectador, Bogotá, 1-II-1990.