Un coloso de América
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Hoy recordará Jacqueline Kennedy la figura frágil de aquel Presidente colombiano que al lado de su esposo, el Presidente de Estados Unidos, inauguraba los primeros ladrillos, en una soleada mañana del diciembre de 1961, para la que sería la pujante Ciudad Kennedy en Bogotá.
Jacqueline, que por su propia veleidad descendería más tarde de la grandeza que le había construido su héroe, y que hoy ve transcurrir sus días en anchurosa soledad, fue testigo excepcional del encuentro de dos colosos de América: el uno, de figura atlética, su esposo; y el otro, de aspecto leve y elegante silueta, el presidente Alberto Lleras Camargo.
La historia de los grandes hombres queda incrustada en sus pueblos como murallas del pasado. Kennedy, uno de los gobernantes más destacados de su país en toda su historia, comparte laureles, en el horizonte de América, con este Lleras Camargo nuestro, de dimensión internacional. Forjadores los dos de la democracia más arraigada de sus respectivas naciones, eran como imanes que se atraían en el liderazgo de las ideas, del carácter y de los actos de gobierno.
Se pusieron cita en Bogotá, ante la mirada entre perpleja y romántica de una bella mujer que todavía no interpretaba la trascendencia de la gloria, y fue como si América toda se hubiera iluminado.
Retirado desde hace más de diez años de la vida pública, el doctor Lleras Camargo apenas dejaba escuchar su voz, en momentos cruciales, cuando se le insistía demasiado. Pero el país sabía que su conciencia moral seguía vigilante el curso de los sucesos, y aunque no se resignaba al silencio del capitán lúcido de otros días, se sentía fortalecido con la seguridad de aquella vida que marcaba, con su sola presencia presentida, el termómetro acusador de una nación que aún se sostiene del pasado.
Cuando el doctor Lleras Camargo baja a la tumba, en momentos de tanta confusión y de tanta ruindad de espíritu, es como si algo se desintegrara en la República. Disueltos los partidos y menoscabados los principios, la Colombia de la nueva década no se parece en nada a aquella soberana nación que surgió, en los pactos de Benidorm y Sitges, para derrotar la tiranía. Esta otra tiranía de los tiempos actuales, la del narcotráfico y la corrupción, que invade los propios recintos del Parlamento, ha avanzado con tanto ímpetu, hasta los límites de la aniquilación de toda ética, porque carece de líderes capaces de frenar la barbarie.
Con el doctor Lleras desaparece el estadista más sobresaliente de Colombia en el presente siglo. Caso deslumbrante el suyo, que hizo de la palabra el arma más temida y más reformadora de la vida del país. Su aguda inteligencia, perfilada cuando era periodista raso en largas jornadas purificadoras de la mente, habría de imponerse, en sus épocas de político y gobernante, como la brújula que le indicaba a la Nación qué camino debía seguir o qué vicio debía corregir.
Hombre de partido, nunca fue sectario y siempre se mostraba conciliador y fácil para la armonía. Frío, cerebral, razonador, su palabra era la mejor guía en los momentos oscuros. Un discurso suyo volteaba la opinión pública.
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Con dos años de bachillerato, y con su proverbial sencillez y modestia, dio el ejemplo más desconcertante de lo que puede la voluntad del autodidacto. Esta conducta no es fácil encontrarla hoy, y tampoco se reconocería en esta dispersión de las disciplinas intelectuales.
Sin boato, sin discursos, sin cámaras ardientes –y majestuoso en medio de su pobreza regocijante–, ha llegado a una sencilla tumba, por él mismo diseñada, este coloso de América que le enseñó a Colombia el camino de la grandeza. Su vida, que es su mejor, conquista, será siempre una lección palpitante.
El Espectador, Bogotá, 8-I-1990.