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La brevedad en Álvaro Cepeda

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Álvaro Cepeda Samudio se creció después de su muerte, ocurrida en Nueva York el 12 de octubre de 1972. Su prin­cipal figuración era en el campo periodístico y todavía no se había producido un juicio sólido sobre su narrati­va. Pertenecía al Grupo de Barranquilla, del cual hacían parte, entre otros, Gabriel García Márquez, Alejan­dro Obregón, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, escritores y artistas que giraban bajo la inspiración de Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor. «Todos venimos del viejo Fuenmayor», dijo Cepeda.

Su primer libro, la colección de cuentos Todos estábamos a la espera, fue publicado en 1954 y pasó inadvertido para la crítica, a pesar de tratarse de un trabajo valioso que había merecido el aplauso de Hernando Téllez en la primera página de Lecturas Dominicales de El Tiempo. En 1962 apare­ció su única novela, La casa grande, escrita de afán pero con pulso firme –como lo recuerda Germán Vargas–, ante el diagnóstico equivocado de un médico que le había anunciado la muerte anticipada por una tuberculosis que no padecía. Los cuentos de Juana, ilustrados por Alejandro Obregón, fueron editados en 1972, poco tiempo después de su muerte.

Nunca se preocupó por la gloria. Era, ante todo, un pe­riodista auténtico que desde las páginas de El Heraldo, El Tiempo y Diario del Caribe llamaba la atención de los  lectores con sus enfoques sociales y sus glosas sobre los su­cesos del mundo. Había pecado en poesía, y hoy se descono­ce el producto de esas andanzas. También fue guionista de cine, faceta importante para su labor de creador literario.

En la mente, después de haber adelantado en Estados Uni­dos un curso sobre periodismo, le bullía la idea de escri­bir una novela sobre la masacre de las bananeras, episodio ocurrido en Ciénaga, su tierra natal, en 1928. Pero como no era escritor disciplinado como su contertulio Gar­cía Márquez, y gozaba más con la buena vida que con el de­licioso suplicio de las cuartillas, el proyecto se había aplazado.

Según concepto de Raymond L. Williams, la novelística colombiana produce las primeras obras verdaderamente moder­nas con Gabriel García Márquez (La hojarasca), Héctor Rojas Herazo (Respirando el verano) y Álvaro Cepeda Samudio (La ca­sa grande). Cinco años después de editada esta última novela, García Márquez publicaría Cien años de soledad, también ba­sada en la violencia de las bananeras. La de Cepeda es, ade­más, un estremecido relato sobre el odio y el patriarcado.

Todo fue breve en la vida y en la obra de Cepeda. Su vi­da fue una ráfaga de 46 años. Sus placeres fueron fugaces, pero intensos. En cualquier momento de efusión resolvió ca­sarse, y le pidió a Germán Vargas que lo acompañara al día siguiente a la ceremonia, ceremonia sorpresiva y sin in­vitados. La muerte le sobrevino cuando jugaba en Nueva York, alejado de vanaglorias, a seguir siendo pequeño.

Su obra literaria está también enmarcada en asombro­sa brevedad. La casa grande apenas consta de 121 páginas del formato del bolsilibro de Colcultura (1973). La mayor parte está formada por diálogos y frases cortas. Se lee de un ti­rón. Y se trata de una obra maestra. ¿Cuál es el misterio de esta brevedad monumental?

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Álvaro Cepeda es un caso deslumbrante en el panorama de las letras. Pasó por la vida como un meteoro. Ahora, 17 años después de su muerte, un grupo de escritores le rinde calu­roso homenaje en el libro De ficciones y realidades, que se edita como constancia del quinto congreso de la Asociación de Colombianistas Norteamericanos, realizado en la ciudad de Cartagena. Sobre este escritor-ráfaga expresó lo siguien­te Otto Morales Benítez: «Quienes lo conocimos lo sentimos cerca, con su carga de vitalidad, apabullante, desparramada, abierta (…) Lo evoco como un gran torbellino vital. Fue un ser desatado sobre la vida».

El Espectador, Bogotá, 25-IV-1990.

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