¿Se están acabando los lectores?
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
En el aeropuerto se hizo lustrar los zapatos. Tenía aspecto de ejecutivo. Me quedó de vecino en la sala de espera y me miró de soslayo. En seguida se puso a leer el periódico. Cuando no hay con quién platicar, el periódico es el mejor interlocutor. Una de las características de los aeropuertos es la soledad, por más que nos movamos entre la multitud.
Mi vecino se consumí en la lectura de El Espectador. ¡Qué bien!, pensé. Deseaba saber si había salido mi artículo. Lo descubriría cuando el viajero con pinta de ejecutivo abriera la página editorial. Pero había comenzado al revés, por la deportiva. Llamaron a bordo. En el trayecto busqué un ejemplar de mi diario y no lo encontré. Me ofrecieron El Espacio, con su tradicional exhibición de desnudismo. Una rubia seductora en las alturas no es lo más aconsejable, medité. Sobre todo si es de papel. Por consiguiente, la desprecié.
En el recinto del avión volví a quedar, por maravillosa coincidencia, al lado del señor con trazas de ejecutivo, que me miró por encima de las hojas en desorden. Seguía absorto en la lectura y ajeno al nerviosismo que ataca a la mayoría de los transeúntes aéreos. Ya acomodado en mi silla, me sentí triunfante. Ahora sí sabría de mi nota. A los columnistas nos pasa algo extraño: cuando nos vemos en letras de imprenta nos elevamos. Un escritor en las nubes es lo más soberbio del mundo.
Mi vecino continuaba entretenido en las noticias de deportes. Entonces saqué el bolsilibro que siempre cargo en los viajes y retomé la lectura. ¿Quién asesinó a Ankarets? (el título del libro) me lo revelaría, en dos viajes más, Herbert Adams, mi novelista de turno. Ya posesionado de las alturas, el jet parecía dormido entre las nubes. Cuando mi vecino le dio vuelta a la página, calculé que ahora sí buscaría el principio. Pero no. Seguía leyendo al revés. ¡Qué lector tan extraño!, protesté en mi intimidad. Luego, por una sonrisa suya, adiviné el gol retundo de su equipo.
El jet y mi compañero de silla continuaban embebidos, el uno en los espacios infinitos y el otro en los deportes eternos. Íbamos ya por la mitad del viaje y el ejecutivo apenas había visto las dos hojas finales. Hasta que, con expresión de gozo, se manifestó enterado de todos los goles y todas las algarabías de los estadios. De pronto se detuvo. Con un bolígrafo se dedicó al crucigrama –y esta vez el presunto ejecutivo apareció con cara de intelectual–, pasatiempo que abandonó a los tres minutos al no fluir las soluciones. Saltó dos, tres, cuatro páginas. Cuando llegó al correo de los lectores hizo una nueva parada.
Me hallaba en vecindad de mi posible artículo, que ya casi se descubría con caracteres magnéticos. Luego, con increíble acrobacia, pasó a la página primera, donde aparecían los muertos del día anterior y el anuncio de los nuevos impuestos. ¡Horror! Se mostró desencantado con esta mezcla de goles, crucigramas indescifrables, muertes violentas y gravámenes inatajables. Y cerró el periódico. Cuando esperábamos la entrega de las maletas le pregunté:
–¿Qué dice el editorial de hoy?
–¿El editorial de hoy…? –repuso–. ¡Ah, sí! ¡La página editorial! La leeré con reposo en mi casa. Usted sabe que esta sección es la más seria, la más intelectual del periódico. Hay que leerla con más reflexión.
Tomó su maleta y se fue en busca del taxi. En su semblante sorprendí una ligera sonrisa. De ironía o de desprecio, no sé. Más adelante, suponiendo que yo no lo veía, arrojó el periódico en la caneca de la basura y se perdió en la muchedumbre.
¿Se estarán acabando los lectores?, me pregunté más tarde, y me acordé, a propósito del falso o real ejecutivo, que también el mundo es de fachada y de ficción. Tal vez los lectores nunca se terminen, pero ciertas apariencias indican que la sociedad es hoy más superficial, aunque también más ostentosa.
El Espectador, Bogotá, 24-XI-1989.