El estadista Gabriel Turbay
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
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Con el título de Gabriel Turbay, estadista santandereano, ha aparecido el volumen XLII de la Academia de Historia de Santander, escrito por Eduardo Durán Gómez, miembro de dicha corporación. Esta serie bibliográfica, financiada por la Gobernación de Santander, se inició en 1932 y su finalidad es dar a conocer los escritos y obra en general de los hijos nativos y adoptivos del departamento. Propósito que ha permitido, con algunos recesos lamentables, recoger valiosas producciones literarias e históricas y de paso estimular a los escritores de la región.
Gabriel Turbay, uno de los políticos más brillantes del país, ha carecido de biógrafos densos que trasladen a los tiempos actuales, en toda su dimensión histórica, la recia personalidad de este prohombre bumangués que, según Silvio Villegas, fue el político más hábil de su generación, en ambos partidos; y cuyos atributos, según Abelardo Forero Benavides, lo hacían superior a Gaitán, Alberto Lleras, Darío Echandía o Carlos Lozano, sus contemporáneos liberales, todos sobresalientes en diversas expresiones de la inteligencia, «porque Turbay no era otra cosa que un político y un estadista”.
Ahora, en el esbozo biográfico que presenta Eduardo Durán Gómez, complementado con páginas de esclarecidos escritores, se le da vigencia al personaje. El autor de la obra, que rebuscó documentos dormidos en bibliotecas particulares y dialogó con amigos del caudillo, logra un valedero perfil sobre este Turbay fulgurante que «padeció la soledad de los grandes hombres», como lo define Gustavo Galvis Arenas en las palabras de presentación del libro, y «se paseó por la política con dignidad y distancia, porque su vocación era el Estado».
Nacido en Bucaramanga en 1901, de padres libaneses, murió en París en 1947, ciudad a donde se había trasladado dominado por la amargura, después de la derrota como candidato a la Presidencia de la República en las elecciones de 1946. Su partido, luego de 16 años continuos en el poder, había perdido el mando por culpa de la candidatura disidente de Jorge Eliécer Gaitán, estimulada discretamente por López Pumarejo. Turbay y López, que juntos habían librado grandes batallas políticas, comenzaron a distanciarse desde 1937, y en 1943 se produjo el rompimiento definitivo.
Aunque su candidatura era la legítima del Partido Liberal y se trataba del hombre más prestigioso de su colectividad, con muchas simpatías entre los conservadores, no logró contrarrestar la arremetida implacable de su contrincante, líder de mucho arraigo en el pueblo. Turbay contaba con el respaldo de la intelectualidad, pero Gaitán, para avivar el sentimiento de las masas, recordó el origen libanés de su adversario y consiguió despertar contra él un encendido e ignominioso odio racista.
La campaña de la oposición, una de las más virulentas e injustas que recuerde la historia, se adelantó bajo este pregón repetido por miles de gargantas y en miles de carteles: «Turco no, turco jamás». Este arrebato demencial, cometido contra esta una destacada figura colombiana a carta cabal, y cuyo único pecado, dentro del turbión del fanatismo de su propio partido, era ser hijo de padres extranjeros, tendría a la postre el condigno castigo: la pérdida del poder. Contabilizadas las elecciones, Turbay obtuvo 420 mil votos y Gaitán 350 mil (o sea, 770 mil papeletas liberales), contra 540 mil conservadoras, las de Mariano Ospina Pérez, el ganador.
«Pocas veces en la historia un ciudadano se ha visto escarnecido de manera más irracional y lacerante”, anotó Carlos Lozano y Lozano. Era natural que semejante afrenta, de tan bajo e inaudito origen, afligiera el alma de Gabriel Turbay, alma altiva, noble y nacionalista como sus propios farallones santandereanos. Un año después, cuando trataba de recobrar la serenidad, moría solitario en París, con dolor de patria.
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Gabriel Turbay había nacido predestinado para ser estadista. Sus padres, sencillos y laboriosos inmigrantes del Líbano, escogieron a Bucaramanga como lugar propicio para fijar un hogar honorable y hacer progresar su actividad comercial. Al hijo colombiano le dispensaron esmerada educación. Se graduó de médico y alcanzó a conocer algo de la disciplina del Derecho. Pero su verdadera vocación estaba en la política.
Bien pronto llegó a la Asamblea Departamental y allí se codeó con personajes tan prominentes como Laureano Gómez, José Camacho Carreño, Jaime Barrera Parra, Roberto Serpa y Manuel Serrano Blanco. Luego fue secretario de gobierno. A los 20 años era representante a la Cámara. Más tarde sería presidente del Senado, presidente de la Dirección Nacional Liberal, ministro, embajador, designado a la Presidencia de la República. Su carácter recio y su inteligencia luminosa lo hacían el hombre excepcional que todo el mundo buscaba. De sólo 27 años ya era figura nacional. Y a los 30 había coronado su carrera en el Congreso y en el Ministerio.
Fogoso, viril y conflictivo en sus comienzos, cuando improvisaba los primeros discursos en los barrios de su tierra, pasó a ser el gran orador de ideas novedosas y maduras, cuando cautivaba el interés nacional desde los altos escenarios de la. democracia. La política era su obsesión y el parlamento su ámbito natural. Se dice de él que nunca pronunció un discurso estéril.
Formidable diplomático, por todas partes dejaba huella de sus condiciones de mediador y negociador. Fue al Perú como embajador después del conflicto con Colombia. En Washington aprendió a ser más estadista. Cuando regresó al país en 1937, ya se mencionaba su nombre para la Presidencia de la República. Como experto diplomático, virtud que le permitía manejar la política con fina discreción, mantenía excelentes relaciones con el partido contrario y proclamaba que el país no podía gobernarse sino con la colaboración de los dos partidos.
Hizo del decoro su mejor virtud. La acrisolada formación que había recibido de sus padres y profesores se reflejaba en todos sus actos. Sus ademanes delicados y su estampa varonil le abrían muchas puertas. En su caso se plasmó el deseo de Enrique Caballero Escovar: «No le pido a la vida duración sino estética». Bajo el mandato de su destino renunció a grandes ideales: el matrimonio, el hogar, los bienes terrenos, la ciencia. Se casó con la política y sucumbió por ella.
En el mejor momento de su carrera, a pocos metros del palacio de los presidentes, lo traicionó la suerte. Doloroso camino el suyo que, luego de tantos éxitos, lo saca de la patria y lo conduce a la muerte. Como era noble de espíritu, en su alma no podía anidarse el rencor. Pensaba regresar a Colombia, superados los sinsabores y curadas las heridas, a reanudar la lucha. Y en una pieza de hotel, muy lejos de la patria, el asma lo venció para siempre. La vieja enfermedad, agravada por la nostalgia del suelo nativo, clausuraba así una de las vidas más promisorias del país.
Murió de 46 años. Su temprana desaparición representa una de las mayores frustraciones colombianas. Su propio partido, que tanto lo había enaltecido, le impidió llega al poder. Y por los raros caprichos de la vida, otro santandereano, que también estaba predestinado para el Estado, tampoco alcanzó el mando. Luis Carlos Galán acaba de morir a la misma edad de Turbay. Era el político más aventajado del momento. Su trayectoria, de tanta lucidez como la de Turbay, se vio obstaculizada por sus mismos copartidarios, y luego la muerte le cerró para siempre las puertas del Estado.
Turbay y Galán, insignes caudillos liberales, ambos santandereanos y bumangueses, y los dos eminentes patriotas, se sacrificaron por la política. Ambos murieron de 46 años. El departamento de Santander ha tenido dos inmensas frustraciones. Colombia entera ha perdido dos cartas definitivas en momentos cruciales. Vidas paralelas las de Turbay y Galán. El esfuerzo, la lucha y la dignidad engrandecieron sus existencias. Habían nacido para la grandeza. Y si no consiguieron el poder terrenal, conquistaron en cambio, con el martirio, el reconocimiento pleno de la historia.
El Espectador, Bogotá, 25 y 31-X-1989.