Tunja, ciudad de los blasones
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Entre lirios, silencio y golondrinas
cada mañana Tunja se despierta
ataviada con grises muselinas
que en la noche le tejen las estrellas.
Magda Negri
Don Gonzalo Suárez Rendón, un visionario que sabía de alturas, escribió sobre una meseta de la cordillera andina, a más de 2.800 metros cobre el nivel del mar, el nombre de una epopeya: Tunja. Aquel 6 de agosto de 1539 nacía, sobre el paisaje triste, la ciudad de los mitos y las leyendas, la más cantada por los poetas, la más trágica y la más gloriosa de la Colonia. Tres siglos después, ya con la espada de Bolívar, el río Teatinos se bañaría de sangre para redimir de las cadenas a los esclavos de América. Cuna y taller de la libertad la proclamó el indomable guerrero que había desafiado los vientos glaciales para romper la opresión española.
En 1541 el emperador Carlos V le otorgó el título de ciudad. Sobre la faz del territorio amasado de barro indígena brotaba un lirio. Más tarde recibía de Felipe III la designación de muy noble y leal ciudad, y Felipe IV le entregaba por armas las de León y Castilla, el más grande honor que pudiera tributarse a una ciudad de América.
Esta señora de la hidalguía comenzó a flotar desde entonces como una oración sobre el abismo. Tal vez en el territorio conquistado se había producido, en los milenios del tiempo, alguna catástrofe geográfica que así había quebrado el lomo de la tierra. Y allí estaba la capitana de tormentas que era capaz de vencer las adversidades del terreno para establecer un imperio. Con el tiempo creó ella toda una serie de sucesos que todavía hoy retumban sobre la epidermis monacal.
Leyendas como las del Judío Errante, el Farol de las Nieves, la Emparedada, La Llorona, el perro del convento de San Francisco, el Pozo de Donato, marcaron para siempre sus contornos fantasmagóricos. Hechos espantables como las lujurias de Inés de Hinojosa, la muerte de Jorge Voto y el ahorcamiento de la pecadora –en aquel árbol legendario que ya no existe pero todos ven–, volvieron febriles aquellas laderas de caprichosas castidades. Todo cabe en los sitios callados. Y apareció el Mono de la Pila –el Dios del Silencio– para acallar los cuentos y las murmuraciones; mudo personaje encargado de encubrir, hasta el día de hoy, los más recónditos secretos de las calles y las residencias.
Tunja está montada sobre grietas y hondonadas. Sus tierras son estériles y su alma, rocosa. Parece el águila imperial que necesita treparse en los picos más altos para afirmar su realeza. En esta esterilidad aparente corren nutricios riachuelos de la inteligencia. Aquí se dieron cita los cronistas, los poetas y los intelectuales. Con don Juan de Castellanos florece la literatura colonial a fines del siglo XVI. A principios del siglo XVIII surge el prodigio literario y místico de la madre del Castillo. Aquí nació José Joaquín Ortiz, el cantor de la bandera colombiana, y son hoy tantos los literatos ilustres, que se han necesitado numerosos tomos, que nunca terminan, para recoger el acervo culto sembrado sobre un pedregal.
A pesar del afán iconoclasta de ciertos bárbaros, Tunja preserva con celo sus reliquias coloniales. Si en plena plaza de Bolívar se quiso cercenar la cultura precolombina levantando una construcción moderna, en los alrededores –desde la casa solariega de don Juan de Castellanos hasta el convento de las Nieves, o desde la casona del Club de Boyacá hasta la celda de la monja mística– permanece inquebrantada la herencia materna.
*
Tanja ha surgido así, a través de los siglos, con su pasado a cuestas, hasta este momento azaroso de la Colombia de 1989. Llega a los 450 años rodeada del aprecio de todo el país. Ha sido la urbe sufrida, maltratada, incomprendida, sepultada en sus silencios milenarios. Entusiasma que sea Hernando Torres Barrera, uno de los hijos de Eduardo Torres Quintero –el mayor defensor del patrimonio histórico de la culta villa de los blasones–, quien como burgomaestre celebre el aniversario e impulse la ciudad hacia el futuro.
«Y eres, por culpa de nosotros mismos –dijo Eduardo Torres Quintero–, espejo de turbias opacidades o alucinante lago que devuelve invertidas las imágenes».
El Espectador, Bogotá, 5-VIII-1989.