Arauca vibrador
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde la pieza del hotel veo flamear a corta distancia la bandera nacional. Cada vez que penetro en mi pequeño albergue hotelero, durante los dos días que permanezco en Arauca, me gusta contemplar la llanura que se extiende ante mis ojos. Infinidad de pajarillos musicales revuelan a todo momento, y sobre todo en las primeras horas del amanecer, por entre la densa vegetación de los alrededores.
Allí, en mitad de macizos árboles y verdosos contornos que certifican la presencia del Llano, flota la bandera colombiana. Es un hermoso símbolo de soberanía nacional en esta frontera convulsionada en ocasiones por los roces de cercanía con el país vecino, y perturbada en los últimos tiempos por los atentados de los grupos insurgentes contra los pozos petroleros.
Mientras la fortuna colombiana se dilapida aquí entre voladuras de oleoductos, en una de las guerras más increíbles de la demencia humana, el pueblo sufre hambre. Las fuentes de prosperidad económica que brotan generosas en Arauca y en otros lugares de nuestra rica geografía, y que son envidiadas por países menos afortunados, se dinamitan para asustar al Gobierno y crear el caos.
Se olvidan los subversivos, y tal vez jamás lo aprenderán, de que estos golpes contra la economía del país son golpes contra el pueblo, la mayor víctima inmolada por la sinrazón del hombre.
Mientras escribo estos apuntes viajeros desde mi discreta ventana hotelera, desde donde percibo todo el embrujo del Llano, me entusiasma contemplar el pabellón tricolor, airoso y soberano, clavado en mitad de la floresta como una afirmación de la patria. Sus colores, nítidos y majestuosos, hacen bello contraste con el verdor de la naturaleza y parece que ondularan por el infinito de la llanura como una plegaria colombiana.
Me acuerdo de La Vorágine de José Eustasio Rivera, escrita contra la explotación del hombre en las fronteras de la propia patria, y me digo que ahora, en esta Colombia sacrificada por los ejércitos del narcotráfico y por los delincuentes comunes, suceden cosas peores que la tortura de los caucheros.
Caminando por las calles de Arauca, un pueblo que en poco tiempo llegará a ser ciudad, encuentro miseria. La población se esfuerza, en manos de autoridades bien intencionadas, por superar su estado de abandono. Un persistente olor a cloaca, que sale de un caño estancado que atraviesa el pueblo, contradice el frescor de la naturaleza.
El primer propósito de las autoridades, conscientes del peligroso avance de este foco infeccioso, es la canalización y adecuación sanitaria del caño. Vendrán después las obras del acueducto y el alcantarillado, el alcantarillado de aguas lluvias y el arreglo de las vías.
Arauca es hoy uno de los municipios más ricos del país. Las regalías petroleras sobrepasan los $ 3.000 millones anuales, y esto da una idea de la dimensión presupuestal. Hace 20 años –me comentaba un boyacense que aquí se quedó– no había agua ni luz. Se vivía entre barro y en ranchos de paja. La comunicación con el interior del país era una proeza. Hoy hay calles pavimentadas, a medias (ya que la mayoría están convertidas en lodazales), luz eléctrica, deficitaria (pues ocurren frecuentes apagones), y agua, bien tratada (aunque contaminada en ocasiones por el petróleo que se riega en el río por las voladuras del oleoducto). La telefonía ha mejorado.
Arauca se encuentra en pleno despertar hacia un porvenir inesperado. Nada entre millones petroleros y no sabe qué hacer con la plata. La bonanza le cayó de sorpresa. Ojalá sus autoridades –las actuales y las futuras– sepan manejar bien la prosperidad. En poco tiempo será una ciudad pujante. Hoy es un sitio incierto. Sus habitantes todavía no creen que se ganaron la lotería.
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Mirando desde mi escondida atalaya hacia el horizonte sereno y poético que se pierde en la llanura ilímite, me pregunto si realmente me encuentro en tierra de combates. Me pregunto si hasta mi pieza llegará el retumbar de la dinamita. Me siento perplejo, entre el arpegio de los pájaros y el murmullo de los árboles, y me duelo de la locura del hombre que es capaz de profanar estos dones del cielo. Miro la bandera ondulante, testimonio perenne de fe colombiana, y me siento fortalecido.
El Espectador, Bogotá, 24-VII-1989.