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El diablo de Otto

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

«En Riosucio tenemos un diablo. He sostenido que es un diablo mestizo», dice Otto Morales Benítez en el fo­lleto que ha titulado Facetas míticas del diablo de Riosucio. Todo cuanto quiera conocerse sobre el folclórico personaje, elevado al pedestal de mito por un pueblo que ha sabido engrandecer sus tradiciones, se encuentra en esta ficha satánica.

El de Riosucio es un diablo de abolengo. Como no es perverso, vengativo ni castigador, ha roto las cadenas de monstruo de las tinieblas para adquirir la categoría –¡quién lo creyera!– de dios carnavalesco. Un pueblo su­miso le rinde adoración, cogido de la mano de Otto, el sacerdote mayor, y lo presenta en cada carnaval como sím­bolo de alegría y fraternidad ante este país que ha perdi­do el sentido de la convivencia.

Mientras en otras partes los colombianos se matan, en Riosucio se abrazan bajo las bendiciones de este prínci­pe retozón que remueve todos los resquicios del pueblo y decreta inequívocos días de jolgorio colectivo. Diablo bullanguero que se mete en la conciencia de los riosuceños para crear explosiones de júbilo, lo queremos de soberano para apaciguar el odio nacional.

Los habitantes del municipio caldense han tenido el acierto de mantener encendida la hoguera satánica donde arde, pero al conjuro de la gracia, este rey de fiestas que nació para castigar la perversidad y prender chispas de regocijo en los corazones. Es diferente al diablo cató­lico, ideado en la Edad Media como elemento de suplicio. Con el viaje de Colón se posesionó de las tierras asusta­dizas de América Latina.

El cristianismo impuso tantos diablos como perturba­ciones de alma puedan existir en el espíritu del hom­bre. Y desde antes de la llegada de Cristo, ya figuraba el siniestro perseguidor de la humanidad. Juan Wiers contó, repasando el siglo XVI, 7’459.610 diablos.

Mora­les Benítez, el mayor demonólogo colombiano, describe así la génesis de este personaje universal: «Dios, que es el equilibrio y que anhela la equidad, dijo: ‘tengo que hallarle una compensación a este hombre que va a disfru­tar tanto del cosmos. No puedo dejarlo suelto’. Creó al diablo para que nos cobrara las dulzuras y ternezas de que íbamos a abusar».

Apareció, por fortuna, el antidiablo perfecto, tan mes­tizo como Otto y tan carcajeador como él. Destronó a su adversario y les enseñó a los habitantes de la comarca a cambiar la tristeza por el gozo, y la amargura por el sosiego. Envuelto en el ropaje del carnaval, dejó de ser una criatura maligna para volverse cordial y conciliadora. Proscribió las armas. En los días de la parranda no hay lugar para el tedio ni la melancolía, para el peso en la conciencia ni el rencor en la mirada. Todo es lúcido. Se destierran las riñas y se sepultan los egoísmos.

Se man­dan al diablo –ahora sí– las frustraciones y los enconos, las pesadumbres y las dificultades, y quedan abolidas las diferencias de clases. El propio Otto, dejando a un lado sus ocupaciones habituales en la capital, se mez­cla con la multitud, cogido del brazo de sus paisanos –que ni siquiera reparan en el candidato presidencial–, con una copa de aguardiente en la mano y un verso en el corazón.

Y es que el diablo riosuceño –único en el mundo– es además intelectual y gocetas. Congrega a su alrededor a los escritores y poetas del país y les pone sal en la lengua para que le hablen en verso. Es el gran incitador del arte de la palabra. El día final, con los ojos nubla­dos de pena por tener que dejar a sus paisanos entre las fatigas y las violencias cotidianas, sale por la esquina opuesta a la de su llegada y se despide en verso.

Luego vuela entre dinamita para que se sepa que su alma es po­derosa, en medio de los lamentos y los lloros de sus súb­ditos incondicionales, que desde ese momento y hasta los próximos carnavales tienen que vérselas con los diablos corrientes, con los diablos malditos.

*

Siempre he sospechado que Otto es más que un simple devoto del personaje de su pueblo. Viéndolo carcajearse con su expresión jocunda y sus ojos chispeantes, de repente descubrí en él destellos diabólicos. Penetrando más en sus fibras espirituales, en su alma franca y jubilosa, ya no me quedó ninguna duda: el diablo está reencarnado en él. Y no es un diablo cualquiera. Ni plebeyo ni importado. Es un diablo mestizo, nacido en las alturas del Ingrumá. Otto es el Diablo de Riosucio.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1989.

 

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