Vocación de héroe
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
No de ahora sino de siempre general Manuel Jaime Guerrero Paz ha sido hombre de temple. No lo asustan las responsabilidades, no lo arredra el peligro. Quienes lo conocieron como cadete de la Escuela Militar recuerdan que desde entonces mostraba condiciones de mando. Era categórico en sus decisiones y firme en su carácter.
Con tales virtudes, unidas a su espíritu caballeroso y su formación intelectual, sobresalió en todas las posiciones y en todos los momentos a donde lo llevó su destino de guerrero -en este caso acorde con su destino–, hasta coronar, como acaba de suceder entre honores y merecimientos, la más alta cumbre de la cúpula militar.
Guerrero de la paz. Aquí se enlazan sus apellidos para definir, en extraña combinación cabalística, su vocación de héroe. Si por héroe se entiende quien se distingue por sus acciones extraordinarias o su grandeza de ánimo, en Guerrero Paz la calificación es exacta. Dice Amiel que el heroísmo «es el triunfo deslumbrante del alma sobre la carne, esto es, sobre el temor: temor a la pobreza, al sufrimiento, a la calumnia, a la enfermedad, al aislamiento, a la muerte».
Ahora que sobrevive a pesar de la carga de dinamita –el portentoso y al mismo tiempo monstruoso invento que Alfredo Nobel aportó para el avance de la humanidad–, dinamita con la que los socios de las sombras pretendieron aniquilarlo, sale triunfal de la emboscada para proclamar: «No me acobardo. Aquí está mi pecho para defender las instituciones democráticas del país».
Cuando el pavor hubiera hecho presa fácil en otro hombre de menos decisión y menos grandeza, en el general Guerrero, posesionado del Ministerio de Defensa apenas trece días atrás, le templa el alma para afianzar sus profundas convicciones de patriota. Y el país, estupefacto ante tanto terrorismo y tanta crueldad, respira con la actitud valerosa de quien alienta, al precio de su vida y de su tranquilidad, la marcha adelante en conquista de la paz.
De este episodio tétrico queda otro drama de sangre. Y es que el país se nos ha convertido en un río de sangre. Río borrascoso que cobra víctimas, día y noche, a lo largo y ancho de esta patria atemorizada que todos los días amanece con el pesimismo a cuestas. Y que en el caso del reciente atentado deja tres muertos pulverizados por una onda de dinamita, que había sido montada contra el propio Ministro, o sea, contra las instituciones colombianas. Los tres escoltas, hombres modestos del pueblo, pagaron con su vida sus horas de vigilia por la seguridad nacional.
Mira el país con horror y repudio este cuadro dantesco donde Colombia se desangra en charcos de iniquidad. Guerra sorda, sin ningún beneficio para nadie, que a la postre no podrá consagrar vencedores. El llanto de las viudas, de los huérfanos, de la Nación entera, ¿no conmoverá a las conciencias desalmadas? ¿Qué se gana sacrificando a tres inocentes suboficiales, víctimas fortuitas del acto monstruoso? ¿Colombia se arreglará con estas injustas retaliaciones?
Reconforta el ánimo, de todas maneras, en medio de tanto dolor, que un valiente guerrero se levante sobre las cenizas de sus guardianes inmolados para hacer un acto de fe en Colombia. Para clamar por el imperio de la paz. Para llamar a la concordia, con pulso firme, sin amilanarse ante el peligro.
El general Guerrero Paz, una voluntad intrépida y un recio carácter, bien cara paga su vocación de héroe. Con su coraje les está diciendo a los colombianos que el país no puede desintegrársenos en las manos. Hay que defender la patria, hay que amarla, hay que engrandecerla.
Pasará la hora de terror y un día, ya victoriosos de la insania, tendremos que hacer el inventario de los héroes para reconocer que fueron ellos los que nos devolvieron esta patria grande que ahora gime entre sollozos.
El Espectador, Bogotá, 10-XII-1988.