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Destinos cruzados

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un lector de esta columna me escribe preguntándome, respecto a mi novela Destinos cruzados, si la versión de televisión se aparta mucho del libro y qué siente el autor frente al posible cambio de carácter de sus personajes. Desea conseguir el libro y agrega, con exceso de galantería, que si el dramatizado ha despertado tanto interés nacional, el éxito del libro está asegurado.

Pues no, amable lector. El libro no ha vuelto a publicarse después de sus dos primeras ediciones en 1971, ocurridas ambas en la ciudad de Armenia y que circularon sobre todo en el Viejo Caldas. Al llegar la obra a la televisión, gracias al empeño de Fernando Soto Aparicio, y contando con la acogida que le dispensó RCN, le hice algunos arreglos. Fueron apenas ligeros retoques que en nada afectaron su estilo y estructura. Tratándose de una creación de juventud —la época más espontánea del escritor—, quise que el libro conservara su autenticidad. Después el escritor se vuelve más gramatical, más riguroso y solemne, y pierde la fluidez, el don más preciado del narrador.

No conseguirá usted el libro en ninguna librería, porque está agotado hace 17 años. Al autor de un libro le sucede algo curioso: con el paso de los años sólo se queda con su ejemplar, y si se descuida, se lo roban. Hasta el momento no ha aparecido el editor lanzado que se arriesgue a la nueva edición. Tal vez no cree en la novela, tal vez no cree en el autor. Pero si ocurre el milagro, complaciente amigo, el libro le llegará gratis, no faltaba más.

Sobre la otra parte de su carta, le comento: una cosa es el libro, otra la telenovela. Son géneros diferentes. Sobre el libro se hace una versión, y esta puede ser caprichosa o sujeta a ciertas conveniencias. Destinos cruzados, que se inició con baja audiencia, tuvo más tarde gran acogida del público. Hubo críticas adversas, expresadas algunas con pasión y rudo lenguaje, pero esto es lo que sucede frente a cualquier obra de arte. «Entre gustos no hay disgustos», reza el refrán. Y el ascenso en los marcadores de la opinión pública se hizo cada vez más notorio.

Ante esta realidad, la programadora resol­vió prolongar los capítulos. Había que inventar nuevas escenas, y por lo tanto, salirse del libro. Proyectada la serie para seis meses, ya va para diez. Algunos envidiosos, que no quieren a David Stível ni a María Cecilia Botero —por sus con­tinuos éxitos— criticaron esta continuación que, dígase lo que se diga, ha conquistado enorme audiencia.

Como autor del libro, estaba preparado para todo. Un amigo providencial, surgido tres días antes de iniciarse la serie y gran conocedor del mundo secreto de la televisión, me enseñó esta lección: nunca el cine ni la televisión podrán traducir la mente del escritor. «Va usted a recibir palo –me dijo–. Le distorsionarán sus personajes. Pero no se preocupe. Lo que usted ha vendido es el nombre de la novela. Su libro seguirá intacto. Y no sufra por las críticas negativas: algunas buscan ser destructoras». Aprendí que los personajes por uno mismo ideados son íntimos, secretos. Y supe por el amigo que lo que importaba era la difusión del nombre. ¡Trucos de la publicidad!

Variaron, claro está, algunos de mis perso­najes. Crearon escenas y ambientes que yo no escribí. Pero se conserva el espíritu de la obra. El fondo de la novela es el desamor y es posible que esta idea, forjada para afianzar la gran tesis del amor, se vea más clara cuando el dramatizado llegue a su punto final.

*

La experiencia me deja muchas satisfac­ciones. Pero no estoy contento con que los dos principales protagonistas de la novela, Ricardo y Cristina, no ejerzan el mismo papel en el dramatizado; en éste los bajaron de categoría. Cristina es, en mi libro, la figura más fulgurante de la trama, que se roba el corazón del lector. Personaje adorable. En la televisión le impri­mieron otro carácter, la desdibujaron. Ya hasta dejó de aparecer por fuerza de los imprevistos. ¡Me la robaron! Usted lo comprobará, amable corresponsal, cuando aparezca el editor arriesgado —que tiene que aparecer—, capaz de recuperar esta realización de juventud en la que creyeron, por fortuna, Fernando Soto Aparicio y RCN. Y también usted.

El Espectador, Bogotá, 6-VII-1988.

 

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