El sosiego pastuso
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Pasto es ciudad silenciosa, rodeada de volcanes muertos. El Galeras, a 22 kilómetros, la mira de frente y se muestra celoso de sus contornos montañosos colmados de paz bucólica. Mientras Colombia amanece todos los días con la noticia de nuevos hechos violentos y se acuesta con la desazón de las noches inciertas, en Pasto y en el departamento de Nariño se respira tranquilidad.
Se llega a la región con la sensación de que esto no es Colombia. La violencia se siente lejana. Apenas se conoce por los periódicos y la televisión. Pero como es una porción integrante y patriótica de la geografía colombiana, aquí repercuten, con ecos perturbadores, las adversidades del resto del país.
Los carnavales de blancos y negros congregan a los pastusos al impulso de una gran alegría colectiva. Son días de liberación de las preocupaciones y los quehaceres cotidianos, que tienen un denominador absoluto: divertirse. El mundo, bajo tales mandatos, deja de existir y se reduce a un terruño victorioso de las quietudes y los apremios de todo el año. El blanco y el negro se unen y se apoderan de la ciudad. Así desaparecen las negruras y se blanquean las conciencias.
Pasada la festividad, siguen en las vitrinas de los almacenes las fotografías de la temporada jubilosa. Parece que el ambiente de fiesta no se suspendiera con el solo clarín del final, sino que se prolongara con el testimonio fotográfico que por todas partes se exhibe como refrendación de un estado del alma.
Este carnaval se encuentra incrustado en las tradiciones más hondas del pueblo. En los bailes populares, en el riego de maicena y confetis, en los consumos etílicos, en todas estas extroversiones, es el alma, con lo que tiene de oculta y al mismo tiempo de palpitante, la que sale al aire con sus penachos de euforia.
Pasto, una vez al año, le declara la guerra a la quietud. Luego de la celebración —especie de rito religioso—, todo vuelve a quedar en calma. Calma admirable que más la apreciamos quienes llegamos movidos por el estrépito de otros lugares. «El corazón es un poema viajero», leo en el libro del poeta Humberto Márquez Castaño, un caldense que se vinculó como profesor de la Universidad de Nariño y que murió en el año de 1986. Es la suya una romántica poesía elaborada al pie de las montañas y los volcanes, entre densos silencios, que se ha quedado como herencia de su última morada.
El paisaje determina la placidez de la comarca. Pasto, con 300.000 habitantes, es centro montañoso rodeado de pintorescos pueblos indígenas: Túquerres, Sandoná, Ipiales, Barbacoas, Tumaco, Cumbal, Taminango… Por todas partes surge el paisaje embrujado. La laguna de la Cocha, a 27 kilómetros, es uno de sus mayores atractivos turísticos. La Corota, isla que parece navegar en la laguna, posee maravillosa vegetación. El Santuario de las Lajas es el milagro de Dios sobre el abismo.
Los hoteles llevan nombres indígenas como tributo a la raza. El Agualongo, en el centro de la ciudad, brinda todas las comodidades de la moderna hotelería. Confortante refugio de paz. En las afueras de la ciudad se halla el Morasurco, otro sitio ideal para el descanso.
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Las pastusitas, con su acento musical y sus modales amables, ponen una nota peculiar al ambiente. Son graciosas y recatadas. Están inspiradas por el mismo sosiego fascinante de una de las regiones más reposadas del país. Región privilegiada, donde se ignoran la turbulencia y la ira que están acabando con la patria.
El Espectador, Bogotá, 18-III-1988.
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Comentario:
Con gran complacencia y satisfacción hemos leído su columna titulada El sosiego pastuso. Nosotros, como partícipes y espectadores directos de aquel escenario tranquilo, magnífico y hermoso que usted bien describe, felicitamos su artículo y agradecemos la deferencia que nos hace con sus palabras, al referirse a la hotelería de una ciudad estupenda como Pasto. Ramiro Salas, gerente del Hotel Agualongo.